25/7/11

Año Nuevo

Como los años, los años nuevos pasan y se apilan en un estante de indiferencia o, al menos, de indistinciones. Solo dos noches de año nuevo, en mi vida, terminaron en una ubicación diferenciada, más al alcance de la mano ociosa de la memoria.
En la primera, éramos varios amigos de F.Q.H. –no todos conocidos entre nosotros– que festejábamos, además del año nuevo, su cumpleaños número veintilargo. Lo curioso fue que, pasadas las doce, cuando ya quedaba poco en la parrilla y habíamos vaciado una gran cantidad de botellas de todo tipo, alguien preguntó qué haría cada uno si al día siguiente fuera el fin del mundo. La ronda de respuestas circulaba dentro de lo previsible –sexo, drogas, familia, surf, amigos, religión, etc.–, hasta que un tipo alto, parado junto a la mesa, dijo con una expresión sugestiva y mordaz que él mataría a alguien. Otro, que ya se había pronunciado antes, acotó: “Con las manos, con las manos”, mientras agitaba en el aire, entusiasmado, sus lívidas palmas abiertas.
Lo más sorprendente del caso fue que la mayoría abrumadora adhirió a la idea. En ese momento se hizo notorio, para los presentes, el alto índice de potenciales estranguladores que hay en cualquier parte, o bien la misteriosa circunstancia de que F.Q.H. fuera amigo de tantas personas con ese íntimo anhelo –observaciones que, en ese orden, hicieron dos comensales distintos–. La noche discurrió, a partir de allí, envuelta en un indescriptible sentimiento de complicidad.
La segunda noche de año nuevo que no cayó en el estómago tenaz del olvido transcurrió mucho después, en la casa de veraneo de T.H., en Punta del Este. Éramos dos matrimonios invitados a la mansión –los amigos pobretones S.B. y mujer y nosotros–, a los que se sumaron tres más para el evento. Algo especial se dio entre los convidados porque, al rato de pasadas las doce, ya exquisitamente comidos y bebidos, alguien propuso que cada uno cuente alguno de sus peores delitos o pecados, y la sugerencia, como mínimo arriesgada, encontró una festiva aceptación general.
Le tocó empezar al serio y prestigioso J.B.G. –empresario que conocí esa noche y que no volví a ver–, quien relató cómo, de joven, golpeó en la cabeza a un cuidacoches con el matafuegos del auto, después de que el tipo alumbrara durante un rato, con una linterna, el interior del vehículo donde su novia de entonces le practicaba sexo oral. “Después me subí al auto y me fui. La verdad, no sé si lo maté”, concluyó ante el asombro de todos, y en especial de su mujer.
Esta, luego de dirigirle una mirada chispeante a su marido, y de apurar su copa de champagne, confesó que a los dieciocho años mantuvo, por algunos meses, eventuales y subrepticios encuentros sexuales con los novios de su madre y de su única hermana, cuatro años mayor, y explicó: “supongo que por celos”. “¡Ah bueno!”, exclamó sin poder contenerse C.O., la anfitriona, pero antes de que nadie más comentara el comportamiento lujurioso de L.D., M.U., famoso por su excentricidad, dijo pensativo: “Mi peor pecado…”, y dejó a todos expectantes, con excepción, quizá, del consternado J.B.G.
M.U. narró entonces que una noche de verano, durante una fiesta en Hurlingham, hacia años, borracho y algo drogado, había forzado a una chica de unos veinte años, o algo menor, también ebria, a tener sexo en un green del golf contiguo al salón, sin poder determinar, al día siguiente, si la muchacha había accedido al final o si había cometido una pura y simple violación. Hubo algo sufrido en el tono de su voz, que hizo bajar la mirada a su mujer y procurar, al resto de los hombres, el consuelo del arrepentido y obvio violador, discutiendo la dificultad de discernir entre los verdaderos y los falsos no de las mujeres, lo que condujo a una ruidosa indignación de ellas.
La noche prosiguió con otras anécdotas inolvidables, de esas que todos procuramos ocultar, incluso a nosotros mismos, –recuerdo ahora que una de las mujeres atropelló a un ciclista (“pero iba a 40 km./h.”) y se dio a la fuga; que T.H. no evitó por todos los medios a su alcance que uno de sus testaferros fuera a la cárcel por un asunto suyo–, pero hubo una historia –o tal vez fuera la sumatoria de todas– que rompió el hechizo de esa extraña ronda, similar, de alguna forma, a aquellas en las que los niños se muestran y comparan las panzas, los ombligos, o cualquier otra parte del cuerpo.
Fue la que contó S.N., conturbado, según la cual en julio de 19… secuestró a un chico de dieciséis años, lo llevó a una choza solitaria en un campo de su familia, al sur de La Pampa, lo esposó y ató a una pesada silla de hierro, lo mantuvo días enteros apenas alimentado, sin hablarle, afilando una cuchilla enfrente suyo cada dos por tres, sin responder a ninguna de sus súplicas –agua, comida, abrigo–, hasta que empezó a alimentarlo mejor, de a poco, a calefaccionar el ambiente donde lo tenía reducido, a hablarle, a sacarlo a pasear –esposado– alrededor de la casa, a explicarle por qué estaba ahí –el adolescente, de Villa Hidalgo, había asesinado de un tiro al hermano de S.N., para robarle el auto, y había sido absuelto por tener quince años al momento del hecho–, a contarle cómo era su hermano en vida, a leerle el Nuevo Testamento, a emborracharse con él hasta llorar juntos, para liberarlo al fin, después de tres meses y algunos días, cerca de la villa donde vivía.
Tras un silencio que ubicó a cada uno devuelta en su respectiva individualidad, surgieron algunas tímidas apelaciones al horario y a los compromisos del día siguiente que dieron paso a un incómodo desbande general, lleno de recíprocos un gusto y feliz año nuevo y vida nueva.

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