A Rómulo Zabala, genio.
Prólogo
No
son situaciones reales. Son escenas que me contaron.
Quienes me
narraron estos sucesos los habían oído de otros eventuales narradores, que a su
vez contaban a su manera lo que les habían contado otros. Lo que lleva a un
origen muy remoto, lo que equivale a rastrear el alumbramiento de un mito. En
última instancia, todos los relatos son el devenir de una piedra sentada al
sol, quizás un poco de sangre, y el empuje de una vieja chismosa.
Quienes me refirieron estos
fragmentos que ofrezco, además, aunque hubieran sido testigos del hecho,
habrían sufrido la tarea corrosiva de la pícara memoria, sumada a la
metamorfosis del recuerdo en relato y a los subsiguientes enderezamientos de
estilo con cada nueva narración oral. En cualquier caso, la historia muda al
género de anécdota y lo que queda es más un recuerdo del relato que un recuerdo
del hecho. Por supuesto, si es que realmente hay un hecho y no una simple
configuración de elementos azarosos ordenados por el capricho o el afán de
brindar una constelación presumida.
Todo este preámbulo para disuadir a
quienes se interesan por las historias verdaderas y luego se sorprenden de un
verídico cachetazo. Lo que sucede es el relato.
El prólogo, en castellano: Lo que
sigue es ficticio, cualquier semejanza con la realidad bla bla.
Hermanos
El cuarto iluminado se duplica
borroso en el reflejo de la ventana -las sillas desbordadas de ropa, el
escritorio lleno de porquerías, el piso minado de obstáculos, en los extremos
las dos camas ocupadas por los dos hermanos. Remo apaga la luz de la lámpara
grande del techo. La ventana ahora muestra las estrellas y una rama oscura, y
contra el marco devuelve la tibia imagen de Rómulo con su guitarra bajo la luz
del velador. Remo cierra la cortina y vuelve a la cama. Rómulo clarito tocando
la guitarra en el rincón amarillo, Remo verdoso acostado en el rincón gris,
donde la luz débil y las cuerdas fuertes.
-Apagá
la luz -lanza con imperativo de hermano mayor Remo. Rómulo deja de tocar la
guitarra, exprime al máximo el silencio y apaga justo antes de obligar a su
hermano a repetir la orden.
Vuelven
los rasguidos de la guitarra, desacordes en la penumbra. Remo se demora un
instante, un poco para serenarse, otro poco para cerciorarse de que sí, está
tocando de nuevo.
-¿No
ves que quiero dormir?
Rómulo se interrumpe, se queda
pensando como si la pregunta demandara una operación mental muy compleja y
finalmente:
-Sí,
dormí.
La
guitarra otra vez.
-Pero...
podés parar de tocar, por favor, así puedo dormir, que mañana me tengo que
levantar temprano –tono agridulce, de amenaza y súplica.
-No
te preocupes. Cuando te quedes dormido dejo de tocar, te lo prometo.
Jerarquía
Estas
cosas no se piensan, no se pueden evaluar todos los escenarios posibles. Estas
cosas no se piensan, se hacen, piensa Akaki y abandona intempestivamente la
gimnasia dactilográfica. Se dirige a la oficina del jefe, llamémosle Nikolai
Vasilievich, por ponerle un nombre cualquiera. El pasillo lateral bordea los escritorios compartidos. Aprieta
el paso contra los mocasines, evita deliberadamente pensar en la sorpresa que
despierta en sus compañeros, pero no puede reprimirse una concesión un tanto
vanidosa, deben creer que renuncio, o que me pasa algo. Se reconcentra y golpea
la puerta.
El vidrio que separa la oficina de
la sala está oportunamente tapado con persiana americana del lado de adentro
(así Nikolai está aislado, pero los dactilógrafos nunca saben cuándo está
mirando con dos dedos entre las tablillas, amén del placer de girarlas casi
imperceptiblemente cuando recibe a alguien, sólo para provocar un poco de
misterio). Nikolai está sentado, de modo que no sabe quién es el que golpea.
-Adelante.
-Permiso, buenos días –dice Akaki,
respetuoso. Es la primera vez que entra al despacho del gerente. Justo cuando
quiere confrontar la recepción real de Nikolai con aquella que había imaginado
–distante y tímida, pero ahora qué importa-, ve por sobre la cabeza del jefe
que la ventana exterior da contra un deprimente contrafrente lleno de viejas
carcasas de aire acondicionado, y no contra la verde plaza, como siempre pensó,
qué desorientado.
Después de los segundos de rigor,
quizás de complaciente paciencia, quizás de orgullo porque a pesar de su cargo
y ocupación es tan indulgente, Nikolai lo espabila con un gesto perplejo e
impaciente. Akaki se agarra del respaldo del sillón vacío, le transmite
inestabilidad.
-Ah, sí. Bueno. Yo te quería
decir... -se desvía pensando en la conveniencia del vos o el usted, pero nunca
lo trató de usted y ahora, ya.- Que hace unos años ya que -¡uf!– Vengo a pedir
un aumento.
-Mirá, Akaki –Nikolai busca las
palabras. Las tiene en la manga: –Nosotros acá en la empresa te valoramos
–arrancó firme y ya se siente cómodo otra vez, en el pleno dominio de la
situación.– Pero hoy por hoy el presupuesto es el que tenemos, y no estamos en
condiciones de aumentarte el sueldo –dice con determinación, pero Akaki no
parece satisfecho y su silencio impulsa a Nikolai a reforzar sus palabras.–
Además, pensá que hay mucha gente afuera a la que le encantaría tener tu
puesto.
Tal vez el comentario le da en el
hígado, tal vez por eso baja la guardia y le sube el calor, aflora una mueca y
sale la respuesta:
-Y para tu puesto –dice Akaki,- la
cola da la vuelta a la manzana.
Nota I: El lector avezado habrá sospechado que los
nombres de los personajes están levemente desplazados. Ninguno,
lamentablemente, es Rómulo Zabala.
Nota II: Se
advierte la desproporción entre el prólogo y el cuerpo del relato.
Moraleja: Nunca dé explicaciones, nadie las solicita y
siempre fastidian, quedan mal y levantan sospechas.
Opúsculo del perro que se muerde la cola: A menos que sea lo que usted busca
y-
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