Homenaje a las
traducciones de Bruguera y Anagrama.
I
Venía de una separación que no tiene sentido contar aquí,
pero que me había dejado sin rumbo en el mismo lugar de siempre. Había juntado
algunos billetes para el verano. Un poco quedaba de viejos ahorros de cuando
tenía proyectos, y algo había ganado en las últimas changas y no me había
gastado en las largas noches de diciembre. Esto era a finales de 2004, ya todo
se había ido a tomar por el culo y casi todos seguíamos vivos. Había desgrabado
unas clases de la facultad para el centro de estudiantes que todavía tenía que
cobrar. Llegaba enero y Ezequiel quería viajar al Sur en su Ford Falcon modelo
71. Lo iba a acompañar Mona, su chica, que también era amiga nuestra, y con
Rolfi nos sumamos. Ya antes había fantaseado con un viaje para ver el Sur, pero
siempre vagamente en charlas de borrachos.
Tomé el bus con mi mochila en la ardiente avenida y viajé
un atardecer de principios de enero una media hora hasta la casa de Mona, donde
dormiríamos hasta el alba y partiríamos al amanecer. En el bus ya iba
palpitando mi primer viaje al Sur, el lugar lejano de los relatos de Rolfi. Él
es de Neuquén, allí había pasado sus años de infancia y algunos veranos desde
que había venido a vivir a Buenos Aires. En otras ocasiones yo hubiera sufrido
el calor, pero ahora no me importaba, incluso lo disfrutaba. Para mí, el viaje
ya había empezado.
Cenamos con la madre y el hermano de Mona, tal vez la
última comida casera en las próximas dos semanas, y hablamos y tomamos vino.
Después de comer llegó Rolfi, recién bañado, y animó un poco más la
conversación, contó leyendas del Sur. Yo ya estaba sucio por el calor húmedo
del bus. Todo era entusiasmo. Eze se fue a dormir temprano para estar descansado.
Mona lo acompañó al rato. Con Rolfi nos quedamos un poco más, tomando café y
fumando, tocando la guitarra en el suelo de la vieja sala.
Salimos muy temprano. Antes tuvimos que hacer grandes
esfuerzos para despertar a Eze, que tiene uno de los sueños más profundos que
pueda alcanzarse. Se subió todavía dormido al Falcon, se calzó los lentes de
sol y empezó a manejar. Yo me senté adelante, pese a las protestas de Mona y el
silencio de Eze. No tuvimos problema con el equipaje, el auto era muy grande, y
Mona era tan menuda que incluso pusimos unos bolsos debajo de sus piernas y se
echó de costado en el asiento trasero, y todavía había lugar para que Rolfi
fuera cómodo a un costado. Salir de la zona urbana de Buenos Aires llevó mucho
tiempo, daba una sensación de continuidad infinita, como si todo el mundo fuera
una llanura poblada por avenidas y semáforos. Por fin tomamos la autopista y
nos empezamos a alejar. Íbamos callados, disfrutando de la experiencia que se
abría hacia delante.
Tomamos mate.
Comimos bizcochos y fumamos. El verano bonaerense en un Falcon 71 sin aire
acondicionado era muy caluroso. No nos importaba. Burlábamos a Eze por lo que
había costado levantarlo.
-Joder, Roco. Vamos, coño, tú eres igual, o peor- me
decía, y Rolfi reía. Todo estaba envuelto en un ánimo tranquilo y placentero.
La autopista terminaba y continuaba la ruta. Seguíamos
rodando por la llanura, las ciudades se iban espaciando cada vez más entre sí,
y después la carretera iba entre campos sembrados y praderas con vacas pastando.
Cada tanto zumbábamos al costado de un pueblo terroso y viejo. Paramos a comer
hamburguesas en la ruta. Eze aprovechó para ver el mapa. Todo sin sacarse sus
gafas negras.
-
¿Vamos bien?
- Sí. A las 3 llegamos a Santa Rosa y dormimos allí, en
la casa de los abuelos de Mona.
-
Son mis primos.
-
Tus primos, sí, guapa.
Y llegamos a
Santa Rosa. Los primos de Mona eran muy hospitalarios. Vivían en una casona en
las afueras de la ciudad, donde empezaban los campos. Pasamos la tarde con
ellos, entre el olor a bosta de caballo y el olor de la tila que les
obsequiamos. Tres pitillos de yerba paraguaya que nos hicieron toser y reír.
Después nos sirvieron un asado cojonudo y lo devoramos. Había vino y cerveza.
Todos gritaban a un ritmo frenético. Estos tipos eran unos auténticos chalados.
Comimos y bebimos y ya no sentíamos que el viaje estaba empezando. Parecía que
andábamos viajando hacía meses, y habíamos salido esa misma mañana. Cuando nos
fuimos a una casilla que nos prestaron para pasar esa noche, Eze sacó una botella
de whisky del portaequipaje. Bebimos unos sorbos del pico, en la infinita
llanura bajo las estrellas húmedas, sólo para demostrarnos que éramos los
dueños del mundo, en el ruido pegajoso de los bichos del campo, y yo dije que
si seguíamos bajando por el Este podíamos parar en las playas de Las Grutas o
Puerto Madryn. Allí el agua es más cálida que en las playas bonaerenses, por
alguna cuestión de las corrientes marinas. Estábamos cansados, lo decidiríamos
al otro día.
Salimos a la mañana, no tan temprano pero frescos y de
buen humor. Eze dijo que pasar por el mar nos retrasaría mucho, que podíamos
pasar a la vuelta, si teníamos tiempo. Estuvimos de acuero, y nos fuimos
directo para las montañas del Oeste. Pero antes del mediodía Eze ya estaba
cansado. Hacía burbujas con la boca y las tiraba hacia el volante. Todo con las
gafas puestas. Después pedía un pitillo y abría un poco la ventana, y se iba un
poco el humo y entraba mucha tierra y ruido, y hablábamas y no nos
escuchábamos. Pero era necesario refrescar el interior, todavía hacía mucho
calor, y además todos fumábamos. Atravesamos unos kilómetros de campos húmedos
y verdes por la carretera. Eze dijo que estaba cansado, que manejara Rolfi.
Mona y yo no sabíamos conducir en esa época.
Rolfi tomó el volante y Eze se pasó al asiento trasero y
abrazó a Mona. No tardó en quedarse dormido, Mona lo miraba como si fuera un
niño, con una ternura que me recordó que yo estaba solo, pero también lo miraba
con compasión, con lástima, y pensé que ellos también estaban solos. Llegamos a
la ruta del desierto, esa larga recta interminable y monótona. Rolfi conducía
con extremada precaución. Mona le reclamaba que fuera más rápido, que parecía
una vieja. Era verdad, Rolfi inclinaba su cara de bibliotecario y su cuerpo de
boxeador hacia delante, tieso contra el volante. Andaba muy despacio, y cada
vez que teníamos que avanzar a un camión nos llevaba veinte minutos por lo
menos. Tenía que asegurarse que la ruta estaba despejada en el otro carril y
además temía los sacudones del viento que se embolsaba en el acoplado de los
camiones y que reaparecía adelante, después de pasarlos, y nos desestabilizaba.
Y además tenía que discutir con Mona, que le protestaba desde atrás. Íbamos muy
lento, pero era una ruta peligrosa, tan interminablemente igual que en
cualquier momento podía pasar un conductor distraído o incluso dormido. El
decorado era tétrico, montones de coches retorcidos y herrumbrados a los
costados del camino. Toda la situación me molestaba, porque además yo iba
adelante y tenía que hacerle compañía a Rolfi, no me podía dormir, y con toda
esa discusión además hubiera resultado imposible echar una siesta. Aunque no
para Eze, que iba sepultado en el últmo abismo del sueño.
Por fin Rolfi se fue relajando, vencido por la ruta que
se desenrollaba sin distracciones, sin curvas, chata entre la tierra
resquebrajada. Mona también perdió las ganas de discutir y se adormeció.
Entonces conversamos con Rolfi nuestras fantasías de tierra y viento mientras
atravesábamos ese absurdo desierto que parecía no tener fin, y yo le contaba
que tenía el reverso de la sensación que había tenido al salir de Buenos Aires,
donde las construcciones urbanas no terminaban nunca. Mona se incorporó y se
sumó a la charla, recuperada de ánimo, y preparó mate. Hablamos unas dos horas
con mucha intensidad. Parecía que podíamos mantener el interés durante semanas.
Mona recordó algo acerca del vértigo horizontal que producía la llanura. Pero
ya empezaban a aparecer las montañas, unas sombras borrosas en el fondo que por
fin estropeaban el contorno del horizonte. Nos interrumpió el sonido de Eze
cuando despertó. Había dormido con los lentes puestos. Tardó en reaccionar.
Bostezó, se desperezó. Estaba ajeno a toda la excitación de la charla. Miró por
la ventana sucia un rato, calculó los kilómetros que habíamos avanzado.
-¿Cuánto dormí?
¿Una hora?
- No. Tres o
cuatro.
- ¿Qué pasó?
¿Pararon en algún lado?- preguntó, desconcertado. Nos reímos. Mona le acarició
el pelo negro revuelto y lleno de tierra. Rolfi le dijo que habíamos bajado el
promedio de velocidad.
II
Eze tomó el volante y pasó zumbando los camiones
petroleros de Catriel, nos quedamos sin gas y cambió el combustible a nafta
para recuperar tiempo, ahora no teníamos que detenernos cada cien kilómetros y
el coche además iba más rápido. Regateamos los autos en las afueras de Neuquén,
después bordeamos esa ciudad de cartón como una escenografía en el valle, y
disparamos por la ruta 237. Rolfi miraba su Neuquén, ridícula en el valle.
Recién cuando la ciudad se perdió por la ventana de atrás pudo decir unas
palabras:
-Saben, a la vuelta nos detendremos aquí. Les presentaré
al Peluca, a Boris. La hermana de Boris canta en un billar. Tuve un asunto con
ella. Y tal vez vea a mi padre.- Los recuerdos de Rolfi perdían el barniz de la
distancia y se volvían más dolorosos, pero él enfrentaba su pasado con emoción,
sin temor, como si se tratara de su destino.
Más al Sur, el paisaje reverdecía. La vista ya no podía
posarse en la lejanía, la alfombra de la ruta se levantaba en pendientes y
curvas. El horizonte ya no se escapaba tan lejos. Los pequeños arbustos
desérticos habían quedado atrás. Ahora íbamos entre escarpaduras y campos de
árboles frutales. Todo nos parecía rebozar de vida en el encantado valle, pero
apenas habíamos dejado atrás el desierto. El cambio de paisaje y unas
medialunas en una estación de servicio nos vigorizaron. Le dejé el lugar a Mona
adelante, para que acompañe a Eze, y me pasé atrás con Rolfi. Tardé poco en
dormirme, mientras veía a Eze concentrado en el camino, enderezando nuestros
tiempos, él fue corredor de regularidad de autos clásicos en Venado Tuerto,
conducir con el propósito de ganar tiempo era una misión para él. Con las
rodillas sostenía el volante mientras sacaba un pitillo del atado con las
manos, lo giraba sobre sus labios y finalmente lo encendía, rechazaba la ayuda
de Mona y ella ahora lo miraba con algo más parecido al amor, tenía un brillo
en los ojos de admiración por su hombre, de orgullo por pertenecerle al tipo
que tomaba las riendas del asunto y hacía lo que tenía que hacer.
Cuando me desperté ya era tarde, pero en el Sur los días
de verano son eternos, y el sol todavía estaba alto, delante nuestro, y un poco
más abajo ya se veía la cordillera brumosa en el horizonte.
-Está cortada la ruta a San Martín, vamos directo a
Bariloche antes que se vaya la luz- Eze me hablaba desde atrás de los lentes
negros, por el espejo retrovisor.
Pasamos el desvío a Villa La Angostura y yo seguía medio
dormido. Apareció el Lago Nahuel Huapi a la derecha. Llegamos a Bariloche.
Lástima que el día declinaba, a cada instante tenía el impulso de buscar mi
vieja Polaroid en el portaequipaje para sacar unas fotografías. Ya habría
tiempo otro día. Teníamos hambre otra vez, pero teníamos que buscar primero
lugar en un camping para armar las carpas antes que anocheciera. El problema
fue que en los alrededores de la ciudad no quedaba lugar libre a esa hora,
entonces seguimos unos 15 kilómetros por la avenida Bustillo, que bordea el
lago, hasta que nos aceptaron en un camping que bajaba a la orilla. Nos
apuramos a desplegar nuestras iglúes, pero ya era tarde y oscureció de golpe
mientras las levantábamos. Por suerte, el lugar estaba iluminado y pudimos
armarlas decentemente. Habíamos ardido como brasa de tila en el desierto, pero
ahora en la noche en la montaña se nos helaba el culo. Rolfi y yo fuimos
caminando de vuelta a la avenida a buscar algo para tomar, mientras Eze y Mona
preparaban unos fideos de las provisiones que habíamos traído. Comimos y
bebimos contentos, inquietos después del largo viaje fijos en nuestros
asientos, pero en silencio y cansados. Sólo dijimos que nos quedaríamos parando
en ese camping tres días, mientras recorríamos Bariloche. Fuimos a dormir,
Rolfi y yo en una carpa, Eze y Mona en la otra.
Rolfi encendió una linterna potente en la carpa para leer
un poco antes de dormir. La colgó de la cúpula de nuestra iglú. Al principio no
me molestaba, pero a los pocos minutos estábamos llenos de bichos que buscaban
la luz. Aprovechaban para entrar cuando uno de nosotros abría el cierre de la
puerta, para ir al baño, para ir a fumar, para dejar las zapatillas afuera. Le
iba a decir algo de su linterna, pero ya me estaba quedando dormido.
Continuará