Alberto
se mecía en la cabina iluminada, colgado del pasamanos. Una señora enclenque
giró sobre sus goznes en el asiento, se tomó de la baranda vertical para darse
impulso y se levantó. Alberto no sabía que la miraba hasta que se descubrió
curioso en la ventana espejada. Un ruido amortiguado, una fricción porosa
envolvió el vagón. El reflejo del vidrio se hundió en una acuarela vertiginosa
que se fue delineando hasta la impresión estática de un andén populoso. Se
abrieron las puertas. Alberto se escurrió entre los cuerpos que entraban.
Avanzó,
ajustado el paso al cauce general, en un ritmo quebrado para no pisar los
talones de adelante. Buscaba la combinación con la línea B. Vio a la misma
señora desembocando por una abertura lateral, engranando sus rodillas viejas en
la escalera mecánica bajo el rótulo de salida a Carlos Pellegrini. Alberto siguió y se internó en un pasillo
cavernoso con una cresta de luces de tubo. Aunque asomaban huecos a los lados por
donde se derramaban otros pasillos, continuó por el curso principal.
Apareció nuevamente en un andén
repleto, pero leyó en la placa verde que se trataba de la línea D y pudo
distinguir la señal roja al fondo. Se desplazó entre hombros y carteras hasta
otro pasillo que hacía una curva y luego todavía se postergaba un trecho. Llegó a otro rellano, con techos más altos y
comercios. Más allá de los molinetes había boleterías que recibían más gente.
Encontró otra vez la inscripción roja que lo convocaba en el fondo. Cortó
recorridos que se disputaban en todas direcciones hasta que llegó a unas
escaleras que caían a un nivel más bajo. Descendió a otro andén donde la
muchedumbre entraba al vagón. Alberto entró.
Repitió la experiencia: el
movimiento leve del piso, el ruido de industria pesada, el espectáculo de los
cristales –a veces la repetición del vagón, a veces un andén con su gente y su
puesto de revistas. La segunda vez que se abrió la puerta, Alberto salió.
Subió unas escaleras, pasó un
molinete y otras escaleras. Los escalones iguales desfilaban hacia abajo hasta
que con el ruido del tránsito apareció la avenida. Las pupilas se adaptaron a la luz del sol, restablecieron las direcciones de la ciudad, reconocieron otra vez a la señora que arrastraba su osamenta a unos metros. Entraba en la librería de Corrientes y Callao.