Ciego, desesperado, el inquilino del tercero d braceó hasta
alcanzar al delator escandaloso, insobornable, que voló por el aire y se
desarmó en la pared. Caminó sonámbulo a la ducha, manipuló las canillas y
colocó su cuerpo bajo el flujo de agua caliente.
Activada por ese estímulo, su mente intercaló al azar –o no,
quién sabe– planes de acción de corto y mediano plazo, afirmaciones tendenciosas
sobre el placer del momento, recuerdos fragmentados de sueños y sucesos de
cercana y larga data. Cerró las canillas, se secó, se vistió, encendió la
radio, preparó un café y una tostada, se sentó en la barra divisoria de la
cocina de su monoambiente soltero –soledad confirmatoria en el espacio de la
unidad de su yo–, y absorto en el aroma de su desayuno, por un instante, se sustrajo
de todo ese primer día de vacaciones que se habían terminado.
Dejó la taza vacía y sucia en la pileta, rastreó las llaves, la billetera, el teléfono móvil. Salió. Apretó el botón del ascensor, oyó el sonido de las poleas –descendía– y vio la luz enrejada y rectangular de su llegada. Abrió la puerta, y ahí estaba: la señora del séptimo b. Descuartizada sobre un charco de sangre, del camisón desgarrado asomaban un pecho pletórico en arrugas, el pelo blanco del pubis y las extremidades abiertas: en boca y ojos, en manos, en pies.
Dejó la taza vacía y sucia en la pileta, rastreó las llaves, la billetera, el teléfono móvil. Salió. Apretó el botón del ascensor, oyó el sonido de las poleas –descendía– y vio la luz enrejada y rectangular de su llegada. Abrió la puerta, y ahí estaba: la señora del séptimo b. Descuartizada sobre un charco de sangre, del camisón desgarrado asomaban un pecho pletórico en arrugas, el pelo blanco del pubis y las extremidades abiertas: en boca y ojos, en manos, en pies.
El inquilino del tercero d se pasó los dedos por los
párpados, una mueca le torció la boca por el asco, y en un suspiro cínico dijo “recalculando”.
Cerró la puerta interior del ascensor, limpió la
manija con la manga del suéter, repitió la operación con la puerta exterior y
su respectiva manija, bajó un nivel, accionó con el codo el botón del ascensor,
se persignó y siguió pisando bajito, escaleras abajo.
1 comentario:
Hace unos meses leí el libro de cuentos "La novia de Odessa", de Edgardo Cozarinsky.
Tiempo después se me ocurrió la idea de este relato.
Lo empecé a escribir y me di cuenta de que uno de los cuentos de "La novia de Odessa" (no me acuerdo el título, el Camel tiene el libro) tiene un argumento parecido. O sea, que mi "ocurrencia" había sido más bien platónica.
El cuento de Cozarinsky es genial:
sirva de ejemplo de la diferencia que implica llevar una buena idea a una (realmente) buena expresión.
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