27/1/13

El detective en su laberinto

Apenas salió del sueño. Tenía hambre, mucha hambre, como si un animal masticara su estómago. Sentía frío. Abrió los ojos, pero todo estaba oscuro. No había ruidos. Acostado sobre una superficie dura, la cabeza se le partía.

Su propia voz lo devolvió a la vigilia. ¿Estoy delirando?, tengo que hacer algo, reflexionó asustado. ¿Quién soy? No sé. ¿Dónde estoy? No sé. ¿Cómo llegué acá? No sé. Se agarró la cabeza, que se le desgarraba de dolor, y escuchó su voz discurriendo cada vez más lejos: ¿Qué hago? ¿Por qué a mí? Hay que decirle que no le diga. ¿No se lo iba a dar ella? Gutiérrez está de turno…

Recobró la conciencia. Sentado en el piso, a oscuras, comía un pedazo de carne en forma de tubo, que en un extremo se ensanchaba un poco y después se dividía en tiras: un brazo, advirtió, mientras se desvanecía devuelta.

Tosió y tosió. En la boca tenía gusto a vómito. Casi me ahogo, calculó. Intentó ver su mano pero no veía nada. Se puso de pie, palpó a su alrededor y se sentó en el piso a organizar la información que había obtenido: una pequeña habitación de cemento, más bien alargada, sin luz, con una puerta de hierro cerrada. En su interior,  una mujer muerta y él, ambos desnudos. Trató de hacer memoria y nada. Nada: los últimos dos minutos de vida. Se puso a gritar un buen rato. Largaba un grito prolongado y se callaba, expectante. No hubo respuesta. La operación lo dejó exhausto, ahogado. Se recostó, transpirado, temblando de frío.

Se despertó abrazado a la espalda desnuda de su mujer. Volvió al sueño tibiamente, sonriendo.

Comprendió que había pasado cierto tiempo desde que golpeaba la puerta, con la poca fuerza que aún le quedaba, y que no tenía sentido. Necesitaba la llave. Su única chance era que estuviera en algún lado, ahí adentro. Su mente comenzaba a andar otra vez, pesada, chirriante, como una vieja máquina oxidada. ¿No estaba en el sótano de su propia casa? La llave tenía que estar ahí adentro, no había otra posibilidad. Se metió los dedos en la garganta hasta vomitar. Palpó la sustancia en el piso, pero no encontró nada. Repitió la operación. Esta vez sintió que largaba el estómago y el corazón, pero la llave tampoco apareció. La había tragado, tenía la imagen en la cabeza, patente. Apoyó la espalda en la pared mientras se insultaba, lagrimeando, por imbécil.

Abrió los ojos: ella se había tragado la llave. De hecho, él la había forzado a tragarse la llave. Perfecto: ahora no podía moverse, tenía las cuatro extremidades paralizadas. Las drogas, dedujo, lamentando no haber podido resolver el caso a tiempo. Mi primer fracaso me cuesta la vida, concluyó, quejoso, mientras repasaba los hechos en busca del móvil. En cambio, una ocurrencia estúpida se fue abriendo paso, irreprimible, a través de su golpeado cerebro. Soy infalible, murmuró, entre risas que resultaron estertores, y se quedó en la oscuridad, con los ojos abiertos, esperando el final.

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