Apenas salió del sueño. Tenía hambre, mucha hambre, como si
un animal masticara su estómago. Sentía frío. Abrió los ojos, pero todo estaba
oscuro. No había ruidos. Acostado sobre una superficie dura, la cabeza se le
partía.
Su propia voz lo devolvió a la vigilia. ¿Estoy delirando?,
tengo que hacer algo, reflexionó asustado. ¿Quién soy? No sé. ¿Dónde estoy? No
sé. ¿Cómo llegué acá? No sé. Se agarró la cabeza, que se le desgarraba de
dolor, y escuchó su voz discurriendo cada vez más lejos: ¿Qué hago? ¿Por qué a
mí? Hay que decirle que no le diga. ¿No se lo iba a dar ella? Gutiérrez está de
turno…
Recobró la conciencia. Sentado en el piso, a oscuras, comía
un pedazo de carne en forma de tubo, que en un extremo se ensanchaba un poco y
después se dividía en tiras: un brazo, advirtió, mientras se desvanecía
devuelta.
Tosió y tosió. En la boca tenía gusto a vómito. Casi me
ahogo, calculó. Intentó ver su mano pero no veía nada. Se puso de pie, palpó a
su alrededor y se sentó en el piso a organizar la información que había
obtenido: una pequeña habitación de cemento, más bien alargada, sin luz, con
una puerta de hierro cerrada. En su interior,
una mujer muerta y él, ambos desnudos. Trató de hacer memoria y nada.
Nada: los últimos dos minutos de vida. Se puso a gritar un buen rato. Largaba
un grito prolongado y se callaba, expectante. No hubo respuesta. La operación
lo dejó exhausto, ahogado. Se recostó, transpirado, temblando de frío.
Se despertó abrazado a la espalda desnuda de su mujer.
Volvió al sueño tibiamente, sonriendo.
Comprendió que había pasado cierto tiempo desde que golpeaba
la puerta, con la poca fuerza que aún le quedaba, y que no tenía sentido.
Necesitaba la llave. Su única chance era que estuviera en algún lado, ahí
adentro. Su mente comenzaba a andar otra vez, pesada, chirriante, como una
vieja máquina oxidada. ¿No estaba en el sótano de su propia casa? La llave
tenía que estar ahí adentro, no había otra posibilidad. Se metió los dedos en
la garganta hasta vomitar. Palpó la sustancia en el piso, pero no encontró
nada. Repitió la operación. Esta vez sintió que largaba el estómago y el
corazón, pero la llave tampoco apareció. La había tragado, tenía la imagen en
la cabeza, patente. Apoyó la espalda en la pared mientras se insultaba,
lagrimeando, por imbécil.
Abrió los ojos: ella se había tragado la llave. De hecho, él
la había forzado a tragarse la llave. Perfecto: ahora no podía moverse, tenía
las cuatro extremidades paralizadas. Las drogas, dedujo, lamentando no
haber podido resolver el caso a tiempo. Mi primer fracaso me cuesta la vida, concluyó, quejoso, mientras repasaba los hechos en busca del móvil. En cambio, una ocurrencia
estúpida se fue abriendo paso, irreprimible, a través de su golpeado cerebro.
Soy infalible, murmuró, entre risas que resultaron estertores, y se quedó en
la oscuridad, con los ojos abiertos, esperando el final.
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