Desde el
umbral de la casa, Bautista Morales oteó el interminable rebaño gris que
cruzaba con las ubres repletas el cielo pampeano, y caminó en dirección al
monte. A la altura del galpón donde almacenaban alimento, encontró un ratoncito
destripado y lo empujó hacia afuera de la huella con la punta del borcego. Hizo
una pausa junto al molino, encendió un cigarrillo, y estudió por un momento el ojo
cada vez más hinchado y azul del medio pez que flotaba a la deriva por encima del
líquido negro del tanque australiano. Entonces se alejó un poco más, hasta allegarse
al caldén que se inclinaba, aterido, frente al leve fulgor del poniente detrás de
las nubes.
– Hola angelito
–le dijo Morales, descubriéndose la cabeza, a la cruz torcida bajo la cual yacía
su única hija–. No vayas a mojarte y pasar frío.
Apagó el
cigarrillo y escupió junto a un brote de flor morada bastante crecido. Pronto
llegaría la primavera. Una gota rotunda se le metió entre los pelos hasta el cuero
cabelludo. Morales se volvió a calzar la boina, aplastó con un pie el retoño de
la planta y emprendió la vuelta. Mirándolo a través del ventanal del frente de
la casa, todavía convaleciente por el parto en el que había salvado la vida, y perdido
la posibilidad de engendrarla, la figura de su esposa lo esperaba.