El tren arrancaba
a las 4:15 am en Cañuelas y hacía: 4:43 Levene, 5:07 Kloosterman, 5:18 A. Petión,
5:25 Vicente Casares, 5:34 Máximo Paz, 5:53 Spegazzini, 6:04 Tristán Suárez,
6:17 Unión Ferroviaria, 6:49 Ezeiza, y seguía –Jagüel, Monte Grande, Luis Guillón,
Lavallol, Turdera, Temperley…–. Sí, entre Unión Ferroviaria y Ezeiza hay un
trecho menor, pero el tren se trababa, sufría un nudo, una incertidumbre, un
espacio, una tensión, un interrogante, una angustia.
En concreto,
se adelantaba a través del brillo seco del taconeo borceguí –advertencia que
suspendía en el aire del vagón la respiración de los pasajeros, como un doble o
triple cerrojo– y se hacía presente de cuerpo entero con el vozarrón desde la
puerta: “Estación actual, Unión Ferroviaria. Próxima estación, Ezeiza”. Entonces
los pasos se hacían lentos, saboreándose de uno en uno, midiendo todo el ancho
y el largo del pasillo del tren que no arrancaba, resignado, obediente, tendido
junto al andén de la mísera estación.
Todos
mirábamos para abajo o para adelante. El boletero se ponía justo a la espalda,
casi encima del hombro de Gutiérrez, y le pedía el boleto. Gutiérrez clavaba
los ojos en el suelo, mudo, mascullando broncas. El boletero, inclinándose un
poco sobre Gutiérrez, casi respirándole en la nuca a Gutiérrez, también se
quedaba callado, de pie, y apretaba las mandíbulas en el interior del vagón del
tren que todavía no arrancaba, expectante, tenso, paralizado junto al andén de
la despreciable estación.
La gente
cumple un horario, la gente pierde los premios, la gente tiene que dar
explicaciones, la gente necesita la plata, la gente no llega a fin de mes, la
gente tiene que hacer sobreturno, la gente sale a cualquier hora, ya casi no queda
transporte, tiene que esperar una, dos, tres horas para el próximo tren, pasa
frío, pasa hambre, se acuerda de la infancia de la gente, o peor, se pone a
pensar en la infancia de los hijos de la gente, esa infancia tejida de frío con
hambre, vestida de pudor con vergüenza, disfrazada de impotencia con bronca, tapada
de falta con ausencia, y entonces la gente mira por encima del hombro, mientras
espera todavía un poco más la llegada del próximo tren, y piensa en el esfuerzo
de la gente, si acaso vale la pena, si Dios tiene razón, si Dios es bueno, si Dios
se acuerda de la gente, si no estará haciendo las cosas mal…
De a uno, de
a dos, de a tres, de a veinte, murmurándole al vecino, el interior de ese
gusano impaciente se llenaba entonces de barullo, de tenues mamarrachos
verbales que pululaban por el aire dibujando un rulo, una curva, un salto, una
recta y un rictus, que estallaban, proliferaban, se bifurcaban, se contagiaban,
se engullían, se retroalimentaban, se enfatizaban, se potenciaban y reforzaban.
Porque eso
era el principio, nada más que el principio, el encendido de un motor que
arranca y carbura, pero que se queda todavía ahí, regulando. Porque todavía
nadie levantaba los ojos del piso o de la nuca del de enfrente. Porque la
humedad y el calor también ganaban en intensidad en la exhalación del boletero
contra la nuca de Gutiérrez. Porque Gutiérrez permanecía mudo, mascullando
broncas, con los ojos clavados en el suelo, sentado en la butaca del tren que
no arrancaba, exasperado, tembloroso, detenido junto al andén de la desolada estación.
Más hacia la
punta del vagón alguien le reprochaba entonces al vecino, un poco más fuerte,
que no ves Julián que llego tarde, otro se quejaba de manera audible que
siempre la misma historia, uno atrás suyo explicaba para todos que qué vah´cer
varón, si siempre pagan justos por pecadores, y de la otra punta alguien
reclamaba a viva voz que se solucione el inconveniente de una vez por todas,
que al pan pan y al vino vino, y basta de tanta vuelta.
Y entonces las
miradas giraban recorriendo toda la circunferencia disponible de sus órbitas, se
levantaban con furia al techo, bajaban con desesperación a las agujas de los
relojes, que seguían girando, y se volvían a un costado con violencia, se
gruñían las miradas, se ladraban las miradas, se mostraban los dientes, se
mordían. Y de a poco, de a dos en dos, ensangrentadas, se iban volviendo hacia
Gutiérrez, le tiraban desde todos los ángulos posibles a Gutiérrez, le escupían
con filo rojizo desde las bocas de sus párpados.
Y no había
caso. Nunca había caso. Gutiérrez se paraba recién entonces, mudo, mascullando
broncas, y cruzaba las puertas abiertas de la formación, se sentaba en el banco
todavía húmedo de la estación perdida y miraba hacia el interior de las ventanillas
del tren humillado, avergonzado, aplacado que como si nada, desaparecía.
Entonces el
boletero volvía sobre sus pasos hacia los mates, las carcajadas y los cigarrillos
del chofer, y los pasajeros volvían a mirar al piso, bajito y para adentro se
decían que no se podía hacer nada, que el boludo de Gutiérrez se lo había
buscado, que yo no me puedo dar el lujo de perderme este tren por defender a
nadie, que el hijo de puta del boletero tarde o temprano se iba a cansar, que
la familia pide pan y no espera. Y a medida que se iban olvidando, iban
volviendo al ensueño, al periódico, a la conversación de dos o tres sobre esto
y aquello.
Y entre esto
y aquello, cuando se hacía una pausa en la charla de los muchachos, Correa me
pedía que arrojara luz, que aventurara una reflexión, que desenvolviera un
pensamiento, que desenfundara una palabra, ya que yo era el filósofo del grupo –bueno
docente, es la misma cosa para nosotros, los icnorantes–, que me expidiera, en
fin, sobre el curioso caso de Gutiérrez y el boletero.
Y yo, que quizá podría haber dicho algo sobre el uniforme del boletero, sobre la empresa militar, sobre la explotación, sobre las venas anudadas de Latinoamérica, sobre Gutiérrez y su ideología republicana, de importación, me quedaba entonces mudo, como en un doble o triple cerrojo, con la mirada clavada en el suelo, mascullando broncas, sabiendo que lo único que quería Correa era que no olvidara que todos recordaban que Gutiérrez, el también docente, intelectual Gutiérrez, a la quinta o sexta vez que el boletero me había mandado en un abrir y cerrar de ojos a sentarme al banco todavía húmedo de Unión Ferroviaria, había alegado en mi defensa la obvia verdad de que no había boletería abierta a esas horas, de que ningún pasajero de todo ese perdido y miserable, despreciable y desolado tren viajaba con boleto.
Y yo, que quizá podría haber dicho algo sobre el uniforme del boletero, sobre la empresa militar, sobre la explotación, sobre las venas anudadas de Latinoamérica, sobre Gutiérrez y su ideología republicana, de importación, me quedaba entonces mudo, como en un doble o triple cerrojo, con la mirada clavada en el suelo, mascullando broncas, sabiendo que lo único que quería Correa era que no olvidara que todos recordaban que Gutiérrez, el también docente, intelectual Gutiérrez, a la quinta o sexta vez que el boletero me había mandado en un abrir y cerrar de ojos a sentarme al banco todavía húmedo de Unión Ferroviaria, había alegado en mi defensa la obvia verdad de que no había boletería abierta a esas horas, de que ningún pasajero de todo ese perdido y miserable, despreciable y desolado tren viajaba con boleto.
2 comentarios:
¿Leyendo al turco Asís? ¿Homenaje o plagio?
Lo mío es el plagio.
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