Caminé por horas hasta llegar a mi casa.
Cuando entro veo que la pared que separa mi habitación de la sala tiene dos
puertas más que antes no tenía, pero eso no era algo problemático, así que me
eché a dormir. Cuando me desperté Alejandro hizo mate para los dos y para un
grupo de cuatro o cinco nenitas asiáticas que vivían con nosotros. Todas
vestían de colegio y tenían entre cinco u ocho años aproximadamente. Cuando
vuelvo a mi habitación había más libros que antes y estaban amontonados en
altísimas pilas que casi llegaban al techo. Curioso, miro una de las pilas de
menor altura de la que podía sacar los libros sin que todos se cayeran. En esa
pila encontré un diccionario de mitología greco-romana, el tomo de las obras
completas de Oscar Wilde, un libro sobre Cantor que tenía la tapa y las
primeras páginas arrancadas y que comenzaba desde la página quince, una
antología de cuentos de Dino Buzzati a la que también le faltaba la tapa pero
había sido reemplazada por otra con dibujos a mano -hechos en tinta-, y un
libro de poemas de Blake.
La
casa tenía pasillos largos que salían hacia todos lados y puertas rebeldes que
a veces abrían y otras veces, no; que a veces nos hacían ver las cosas más espantosas
y terribles, y otras, las cosas más maravillosas y agradables. Había puertas de
todos los colores y formas: rojas, negras, marrones oscuras y claras, verdes,
azul Francia, grises, blancas, altas, bajas, partidas por la mitad, rotas...
Las más curiosas eran tres: una que estaba dividida por la mitad y nunca se
podía abrir entera, si abrías la mitad de arriba la de abajo se trababa y
viceversa; otra que siempre estaba
cerrada y nunca había sido abierta; y otra que siempre estaba entornada, pero
el ángulo era tan chico que no se podía pasar y apenas se podía mirar qué había
del otro lado.
La
puerta más extraña era una que siempre te llevaba hacia otro lado. Cuando la
abrías podías aparecer en el Edén o en el Tártaro, en una casa en llamas o en
la soledad del desierto.
Cuando
la pava silbó Alejandro me llamó, era la hora del café. Las chicas asiáticas
habían salido a jugar a la calle con un tigre y un burro, pero todavía no
habían vuelto. Con el café en mano hablamos de filosofía, de historia, de cocina
y sobre la existencia de Dios. Él no se preocupaba por nada. Cada vez que le
preguntaba sobre la existencia de Dios me respondía algo distinto. Me decía que
no sabía, que no le importaba, que sí, que había llamado esa tarde y que lo
había invitado a ir a hacer las compras al supermercado y a andar en globo aerostático;
también me decía que él sí creía pero que Dios no creía en él, o que sí creía y
que Dios era un reloj, un plato de leche o la luna.
Siempre me desconcertaba.
Por un lado me hacía reír a carcajadas, por otro preocuparme, quitándome el
sueño por varios días. Eso sí, nunca aceptaba que le preguntara sobre Dios si
la pregunta no estaba acompañada de un buen café y unos scones, brownies, o
tortas de miel.
Me acosté mirando el techo y
vi a una mujer desnuda haciendo la vertical y yo me acercaba a mirar sus partes;
después me acordé de un árbol inmenso y monstruoso que estaba en el Jardín
Botánico o en plaza San Martín; más tarde pensé que estaba llegando tarde a
trabajar, pero no era así, ya había llegado tarde y el despertador que hace
vibrar hasta los muebles no había logrado ni mosquearme. Repentinamente tenía
una luz sobre la cara. Como tenía los ojos cerrados veía todo de ese color
rojo-anaranjado que tiene el interior de los párpados. El piso vibraba. Abrí
los ojos y veía todo borroso: estaba en el tren: me había quedado dormido. El
sol estaba bien arriba y yo estaba todo transpirado y muriendo de calor.
Entramos a Retiro y todo se oscureció.
Bajé del tren con torpeza
porque tenía las dos piernas dormidas. Todos caminaban igual, o muy parecido,
con los pies cansados, dolidos, dormidos o rengueando. Los pies renegaban a la
razón y proclamaban por la libertad de estar amodorrados y no tener que
obedecer a nadie. Eran una multitud.
Palpo mis bolsillos y me doy
cuenta que había perdido el boleto. Cuando el guarda se distrae paso por la
puerta con la serenidad que puede tener alguien con diecisiete boletos. “Ya
está”, pensé, y seguí caminando.
Dentro de la Terminal la gente se
desesperaba y corría como cucarachas peleándose por un pedazo de basura. Todos
querían salir, todos querían entrar. La gente se chocaba, se enojaba, se
empujaba, se decía cualquier cosa, escupía, miraba, oía, masticaba, pensaba, se
distraía, rezaba, tocaba, y de repente, la luz, el sol en el cielo inmenso y un
poco más abajo la torre de los ingleses y los plátanos, los kioscos de diarios
y el asfalto. La gente iba una atrás de otra no persiguiendo a nadie o
persiguiendo a alguien sin saber que era lo estaba haciendo, yendo a trabajar. La
gente iba por la vereda y los autos, los taxis y los colectivos hacían otro
tanto por la calle. En la esquina aparece, de repente, inimputable e inmensa, como
si siempre fuera la primera vez apareciese, la plaza San Martín con sus grandes
copas verdes. Y de todo ese bosque urbano de árboles gigantes surge, racional,
autoritario y total, el Kavanagh. Atrás, la Iglesia del Santísimo Sacramento y, más allá,
otros edificios que se escapan por la calle Florida.
Lo miré maravillado unos
segundos que parecían minutos, horas… alguien me llevó por delante y, desconcertado,
agaché la cabeza, metí las manos en los bolsillos y doble en la esquina.