Hay un desierto atroz, en el interior de un desierto
inmenso, al que los árabes –gente hecha, gente enferma de calor y de arena–
llaman Rub al Jali: el cuartel vacío. En uno de sus rincones se desfiguran todavía
con paciencia las ruinas irrisorias de Ubar, la de los pilares, la Atlántida de
las arenas, única ciudad que supo estar allí, de milagro, hace siglos.
Algunas tribus beduinas transitan su periferia, sin ir más
allá. De una de ellas tomaron a Sufiân, muchacho tranquilo, para llevarlo a uno
de los pozos petroleros de ganancias infernales que la tecnología y la
esclavitud lograron introducir en ese infierno.
Sufiân pasó ocho años trabajando en el pozo. Conoció el
desierto extremo, los vientos violentos y calientes que lo hienden, los médanos
magníficos y ardientes que lo reptan, los soles soberbios e hirvientes que lo
cruzan, y el frío implacable y furioso que dispensa la luna, noche tras noche,
hasta los huesos de todas las cosas.
Cuando ya no le quedaba más que la muerte, uno de los superiores
–movido por la piedad que nace del miedo– ordenó que lo sacaran. Imposible saber
la ubicación de su tribu, si todavía existía; lo dejaron en el primer
campamento que encontraron camino a Al Aflaj y allí quedó –postrado, sin habla,
en el interior de una carpa.
A través de la tela blanca, Sufiân vio un animal enorme que nunca
había visto antes. Se quedó mirándolo fijo; esperaba con deseo, con temor, que se
levantara, que se echara a andar, que gritara, que matara, que comiera. Él se
pondría de pie y cruzaría el desierto, montado en esa bestia, hasta volver a su
gente. Pero el inmenso animal se agitaba apenas, respirando y no más, siempre
parado, entre sueños.
Así pasó unas horas Sufiân, solo, a la sombra del árbol. Nadie lo atendió ni le llevó nada. En los lugares inhóspitos no se desperdicia la bebida ni el alimento en los muertos.
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