Él le dijo pasá, ella gracias y subió. Él pagó mientras ella se sentaba, y luego se
acomodó en el asiento de al lado. Él contó una anécdota de la vida de Rufino
Tamayo –salían de ver algunos de sus cuadros en un museo–. Ella le comentó que
nunca había ido ahí, que le pareció muy lindo, muy cuidado, muy moderno. Él puntualizó
la habilidad comercial de su dueño: ubicó la institución en una plaza,
aprovechando los beneficios impositivos de la cultura –a esta última palabra la
entrecomilló con los dedos índice y mayor de ambas manos– y agudizando la
intervención de la seguridad pública, todo para cuidar su cara colección
privada, sin mencionar los ingresos por las actividades y servicios… genio, concluyó –con ambigua ironía–. Ella
se sintió un poco tonta por su comentario anterior y le dio la razón de plano,
sin reparos, huyendo por la tangente, de lleno: qué chanta, no entiendo cómo
puede haber gente que usa el arte para lucrar, se quejó –tal vez enojada
consigo misma–. Puede que sea el monstruo horrendo de Poe, el hombre genial sin
principios, agregó él, sin mayores explicaciones, ya francamente desinteresado
por el asunto. Se callaron. Salían hace tres meses, se estaban conociendo, eran
jóvenes y a pesar de las torpezas –o gracias a ellas– de algún modo se
interesaban.
El
colectivo discurría entre la primera irradiación de los faroles eléctricos –todavía
titilante y tenue– y la última palidez del cielo de esa precoz primavera porteña.
Dobló por Av. Valentín Alsina y empezó a ir despacio. Las luces del interior
del vehículo aún no se encendían. Él observaba con placer la sombra verde, variable
y húmeda que iluminaba el rostro pálido de su acompañante. Ella oteaba por la
ventana, sumida en el abstraído cansancio del final de un día de paseo. Pero de
pronto giró hacia él y se quedó así: de frente, tensa, amoratada. Él complementó
el movimiento en el acto, volviéndose hacia afuera, de manera instintiva, y alcanzó
a ver apenas la cruda oferta pública de una travesti en buena forma. Cuando se miraron
devuelta, de reojo, se rieron con vergüenza de la timidez.
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