28/8/14

El placer

            Él le dijo pasá, ella gracias y subió. Él pagó mientras ella se sentaba, y luego se acomodó en el asiento de al lado. Él contó una anécdota de la vida de Rufino Tamayo –salían de ver algunos de sus cuadros en un museo–. Ella le comentó que nunca había ido ahí, que le pareció muy lindo, muy cuidado, muy moderno. Él puntualizó la habilidad comercial de su dueño: ubicó la institución en una plaza, aprovechando los beneficios impositivos de la cultura –a esta última palabra la entrecomilló con los dedos índice y mayor de ambas manos– y agudizando la intervención de la seguridad pública, todo para cuidar su cara colección privada, sin mencionar los ingresos por las actividades y servicios… genio, concluyó –con ambigua ironía–. Ella se sintió un poco tonta por su comentario anterior y le dio la razón de plano, sin reparos, huyendo por la tangente, de lleno: qué chanta, no entiendo cómo puede haber gente que usa el arte para lucrar, se quejó –tal vez enojada consigo misma–. Puede que sea el monstruo horrendo de Poe, el hombre genial sin principios, agregó él, sin mayores explicaciones, ya francamente desinteresado por el asunto. Se callaron. Salían hace tres meses, se estaban conociendo, eran jóvenes y a pesar de las torpezas –o gracias a ellas– de algún modo se interesaban.
            El colectivo discurría entre la primera irradiación de los faroles eléctricos –todavía titilante y tenue– y la última palidez del cielo de esa precoz primavera porteña. Dobló por Av. Valentín Alsina y empezó a ir despacio. Las luces del interior del vehículo aún no se encendían. Él observaba con placer la sombra verde, variable y húmeda que iluminaba el rostro pálido de su acompañante. Ella oteaba por la ventana, sumida en el abstraído cansancio del final de un día de paseo. Pero de pronto giró hacia él y se quedó así: de frente, tensa, amoratada. Él complementó el movimiento en el acto, volviéndose hacia afuera, de manera instintiva, y alcanzó a ver apenas la cruda oferta pública de una travesti en buena forma. Cuando se miraron devuelta, de reojo, se rieron con vergüenza de la timidez.

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