Desde la
ancha butaca marrón de cuero sintético, a través de sus lentes tornasolados
estilo aviador, el Sr. Eaton Gilsen vio el pedazo de papel gromery de 250
gramos, color púrpura, cruzar su despacho y estirarse hacia él.
Las gruesas
y bruñidas lombrices que lo cargaban, pintadas de rojo rabioso en las puntas, lo
mantuvieron suspendido en el aire todavía un momento. Modales espantosos, pensó Gilsen. Cuando la tarjeta fue puesta en
libertad, finalmente, flotó hasta el escritorio de melamina negro y se recostó aliviada
sobre unas familiares carpetas de contenido ignoto. La Srta. Willett pronunció
una frase indescifrable, practicó una mueca torpemente misteriosa, dio media
vuelta y salió.
El Sr.
Gilsen inspiró a pulmón lleno y ojos cerrados, recapturando la paz recuperada
de su frágil soledad. Expiró abriendo los párpados y tomó el papel con su
pequeña pinza de aluminio. “Por supuesto, por su puesto, usted ha repuesto lo depuesto,
¿o esto es solo un supuesto? Atte., Dr. Simman”. Eaton miró por la ventana: la
ciudad deslizándose hacia el horizonte, el río serpenteando entre el asfalto,
el sol salpicando los edificios y automóviles, las hormigas humanas correteando
por todas partes, desesperadas y ansiosas…
Despertó
con la vista fija en la estrella navideña de la Torre 25, su preferida. ¿En qué estábamos?, se preguntó. Ah, sí, el Sr. Simman. Miró la tarjeta rectangular
y repasó cuidadosamente las frases idiotas y rimbombantes que había tenido que soportar
durante los últimos tres meses, desde el ingreso de Simman a la firma. Antes no teníamos esta clase de problemas,
concluyó, estrujando el precioso papel con suma lentitud, palmo a palmo.
Esperó a
que el canario mecánico azul, lengua larga, diera las siete: cú cú, cú cú. Se abrochó el cinturón puntual, cruzó el despacho y el pasillo, abrió
la puerta doble de caoba de la oficina de legales y le advirtió, mientras lo
encaraba: “¿Sr. Simman?”.
El abogado se
puso de pie y recibió una seguidilla de golpes de puño a gran velocidad, certeramente
dirigidos a la cara y las costillas, para caer rápidamente devuelta en su
asiento, descuajeringado.
Eaton se
volteó con la guardia en alto y las gafas al borde de la nariz, y trazó una
visión panorámica del espacio circundante: tres oficinistas boquiabiertos, cuatro
escritorios sepultados bajo papeles inútiles, un cesto carmesí con forma de
cabina telefónica inglesa, el ventiluz de fondo, resplandeciente de sol, atravesado
por una mancha chorreante de excremento de paloma diarreica…
En ese
preciso instante apareció repentinamente la figura pequeñita del Sr. Blackburn en el vértice
de la puerta, y con su tono impersonal, indiferente, informó al aire: “Sr. Gilsen,
está despedido, le enviaremos las cosas a casa”. Luego desapareció. ¡Mala suerte!, pensó Eaton.
En el vidrio
de su vaso de spritz, Eaton Gilsen observó el reflejo del espacio en “v” que
dibujaba en su pecho lampiño el cuello sin botones de la camisa floreada, su favorita,
ya agostada por el tiempo. Tomó las puntas inferiores de la prenda, estirándola,
y la observó con detenimiento: tan gastada, manchada de sangre...
El correo
devolvió los objetos personales del Sr. Gilsen y la Srta. Willett tuvo que
telefonear a su hermana, único contacto que tenían. Hacía días que no sabían
nada, no estaba en su casa, al parecer ni siquiera había pasado por ella, no había
pagado sus cuentas: estaban desesperados.
La Srta.
Willett no mencionó el episodio, por supuesto, y antes de cortar,
fraternalmente, le aconsejó: “Que vuelva lo antes posible a la oficina. Esto es
extraoficial, pero su situación es casi irreversible”.
Lo único
que supieron después fue que Eaton Gilsen había retirado los magros fondos que
le quedaban en la cuenta bancaria, desde un cajero ubicado a pocas cuadras del
domicilio del Dr. Simman, en el lejano barrio del sudeste.
“Gracias muchacho.
Y ni una palabra, esto es confidencial”, le aclaró el Sr. Blackburn al contador,
tomándolo del hombro, mientras lo acompañaba hasta la puerta de la oficina.
A solas, Blackburn
se sirvió un whisky y apretó el intercomunicador. “Srta. Willett, llame al Dr.
Simman, dígale que la gerencia le otorgó diez días más de licencia”.
Eso fue
todo.