28/10/14

La aventura de un olvido


                Ya había sacado la basura a la calle y vuelto a entrar como siempre por la escalera de baldosas cansadas, había barrido y purgado con diversos trapos las superficies antes de sepultar los productos de limpieza en la morgue del lavadero. Había ordenado la habitación con pericia criminal, había tersado las sábanas de la cama donde en algún pliegue del pasado se había dejado abrazar, había cerrado la puerta del dormitorio para dedicarse con afán al living.
                Acomodó el mobiliario con pulcritud geométrica. Aisló en un rincón inofensivo la lámpara, separó del sillón la mesa ratona a una distancia irreparable, superior a una brazada en busca del vaso de whisky; en la mesa a la deriva apoyó el control remoto contra el borde, en escuadra, y levantó los posavasos para guardarlos en la gaveta de bebidas antes de volver a cerrarla definitivamente; después el modular: sacó del cajón los cubiertos que dejaba siempre a mano y los devolvió a la cocina, y en su lugar puso las revistas que habían quedado apiladas y sólo dejó en la superficie exhibidos el televisor y dos velas aromáticas; enderezó los libros en la biblioteca, los que dormían hacía años y los que había visitado últimamente, y dispersó estratégicamente los portarretratos y los ceniceros entre los estantes.

                Ya estaba todo listo, en su lugar propio, borrada la memoria, las cosas despojadas de relaciones clandestinas, como en un museo, o como recordaba la sala de su abuela. Unas palmadas suaves a los almohadones vencidos del sillón para devolverles la turgencia perdida. Cerró la llave de paso de agua. Cortó la luz. No se volvió para ver por última vez la disposición en penumbras. Cerró la puerta con doble llave. Se fue de vacaciones.

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