Ya había sacado la basura a la calle y vuelto a entrar como siempre por la
escalera de baldosas cansadas, había barrido y purgado con diversos trapos las
superficies antes de sepultar los productos de limpieza en la morgue del lavadero.
Había ordenado la habitación con pericia criminal, había tersado las sábanas de
la cama donde en algún pliegue del pasado se había dejado abrazar, había
cerrado la puerta del dormitorio para dedicarse con afán al living.
Acomodó
el mobiliario con pulcritud geométrica. Aisló en un rincón inofensivo la lámpara,
separó del sillón la mesa ratona a una distancia irreparable, superior a una
brazada en busca del vaso de whisky; en la
mesa a la deriva apoyó el control remoto contra
el borde, en escuadra, y levantó los posavasos para guardarlos en la gaveta de
bebidas antes de volver a cerrarla definitivamente; después el modular: sacó del cajón los
cubiertos que dejaba siempre a mano y los devolvió a la cocina, y en su lugar puso
las revistas que habían quedado apiladas y sólo dejó en la superficie exhibidos
el televisor y dos velas aromáticas; enderezó los libros en la biblioteca, los
que dormían hacía años y los que había visitado últimamente, y dispersó estratégicamente los portarretratos y los ceniceros entre los estantes.
Ya
estaba todo listo, en su lugar propio, borrada la memoria, las cosas despojadas
de relaciones clandestinas, como en un museo, o como recordaba la sala de su
abuela. Unas palmadas suaves a los almohadones vencidos del sillón para
devolverles la turgencia perdida. Cerró la llave de paso de agua. Cortó la luz.
No se volvió para ver por última vez la disposición en penumbras. Cerró la
puerta con doble llave. Se fue de vacaciones.
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