28/12/14

Llamada perdida

            La mano blanca de Mónica se filtró entre los frunces de las sábanas, avanzó por sus nudos hacia el otro costado de la cama y manoteó ese vacío suave y resbaladizo hasta caer en la vigilia: su ocupante se había ido. Una débil esperanza la hizo girar todavía, enredarse en su larga cabellera negra y decepcionarse del todo: la mesada estaba ordenada, sin ropa revuelta. Mónica suspiró, se dio vuelta, abrazó la almohada con fastidio, se durmió otra vez.
            En el primer semáforo camino a la oficina le mandó un mensajito: ¿Cómo venís? Quería decir te extraño en otras palabras. Cuando salió a almorzar con Carlos y Malena, todavía no le había contestado. Le costó seguir la conversación sobre viajes, paquetes turísticos, descuentos. ¿Todo bien? Claudia, insistió mientras esperaban la cuenta. Lo mismo le preguntó Carlos a ella.
            A las cuatro y media fue al baño y lo llamó, al borde de la furia; un silencio así era raro en los últimos meses. Nada. Buscó su foto en el celular. ¿Qué pasa Sergio?, le preguntó al aparato en voz baja.
            Manejando de vuelta, mientras se lamentaba por sus arranques adolescentes, sonó el teléfono, miró la pantalla y reconoció su número, sin guardar. Con una sola maniobra ubicó el auto junto al borde de la calle, en la rambla.
            –¡Hola! –atendió, con tono de ¡al fin!
            –Hola –era la voz de una señora mayor, cansada–, recibí una llamada de este número.
            –Sí, quería hablar con Sergio por favor –dijo Mónica, recomponiéndose.
            –¿De parte? –preguntó la señora.
            –Claudia, una compañera de trabajo.
            Sergio le había sugerido ese nombre: Claudia realmente trabajaba con él.
            –Ah, hola –dijo la señora con la voz quebrada, pero que a Mónica le pareció también dulce y serena–. Soy la esposa de Sergio. Él falleció esta mañana. Me habló mucho de usted...
            –¿Cómo? –preguntó después de un silencio.
            –Falleció en la mañana, un accidente… Ya nos comunicamos con Alfredo y le dimos los datos, ¿no se los pasó?
            –Ah, no –contestó Mónica, ganando tiempo–. No pude hablar con él hoy, ahora lo llamo. Discúlpeme Graciela. Mis más profundas condolencias –llegó a decir, en un hilo de voz, antes de tapar el micrófono y escuchar confusamente la despedida amable de la viuda.
            Más adelante, en el recuerdo de Mónica, la palabra Sergio condensaría en primer lugar una mezcla indefinida de lágrimas, impotencia de no poder despedirse, el mar azul revuelto en rulos blancos, en pliegues y repliegues sonoros y apagados, un insulto desde un auto que pasaba, su auto avanzando lento, conducido por esos brazos y piernas que eran suyos, pero desconectados de su mente, la estimación de la probabilidad de que la viuda conversara con la verdadera Claudia, de que sospechara algo y la buscara, su decisión de cambiar de teléfono, la envidia llena de odio por la tranquilidad de esa señora y su dolor visible, compartido y formal, la certeza de poder ubicar la tumba, la duda de si querría soportar la lápida de los otros, su juramento orgulloso, aferrado a su secreto –lo único que le quedaba en ese momento–, de que no le contaría nada a nadie, nunca, a nadie, salvo a Julia, tal vez, a lo sumo a ella, únicamente a Julia.

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