"El primor arquitectónico de un corral"
Borges en el prólogo a Las ratas, de Jorge Bianco. [Quise decir José Bianco]
Llegué a la ruta. Clavé el
velocímetro en 110. Pensé que la urgencia pedía más osadía, pero cuarenta años
sin multas es un hábito difícil de romper. Además, sabía que el tiempo que
podía ganar era poco, ir más rápido solamente hubiera aliviado mis nervios. En
esta situación, no merecía un aliciente, así que acepté viajar con dientes
apretados y en regla. Sentía que el auto no avanzaba, que la repetición del
paisaje anulaba el progreso, y la ansiedad se me hacía insoportable. Sin
embargo, con el correr de los minutos, sin darme cuenta, me distraje de la pura
impaciencia y me encontré pensando en lo que dejaba, la casita cerca de Colón
que me habían prestado, donde estuve aislado quince días, donde mi agenda de
preocupaciones consistía en el calor, los mosquitos, las hormigas tan grandes
que uno podría acariciarles los muslos. Quince días de golpe cortados por la tonta
idea de prender el celular, convencido con la endeble excusa de algo
importante, algún problema impostergable en las obras que se estaban
ejecutando, una nueva internación de mamá, u otro improbable acontecimiento de
otro orden que me reclamara en Buenos Aires. Quince días que supe que se
terminaban, aunque me hubiera quedado más tiempo, supe que se terminaban cuando
vi que el teléfono empezaba a acumular llamadas perdidas, correos, mensajes.
Aunque lo hubiera apagado sin revisar, ya sabía que había sucumbido. Por eso me
enteré del mensaje de mi hermano: “La vecina dice que hay un olor horrible en
tu departamento. Hoy a la tarde va a ir mamá con el encargado”. Quince días que
se reducían ahora a una nula quincena.
Ahora era evidente que lo que me
preocupaba era la muñeca, ahora que todo se reducía a llegar a tiempo. Pero
antes de estar dentro del auto, mientras estaba todavía en la galería de la
casa, todavía tuve tiempo para pensar en la causa del mal olor, recordaba, pero
de pronto una curva cerrada disolvía la galería y me devolvía al control del
auto. Antes incluso, retomaba ahora en la recta, mientras cortaba leña a la
sombra de los árboles criollos, no los pinos alineados de la entrada, me fui
desprendiendo de mi agitación, de la humedad, ya estaba infectado por el
espacio de mi departamento. Oscuro, tal como lo había dejado, las luces
apagadas y las persianas bajas. Cuando había terminado de hachar, recordé en la
ruta 11, me reincorporé en mi ambiente: el calor, la humedad, las cortezas
groseras de leña que lastimaban mis manos citadinas de dibujo técnico. Pero
mientras me desplazaba con la madera hasta la galería para dejar la leña,
mientras a mi alrededor el parque descuidado se embrollaba con el campo abierto
en una vaga delimitación que ya no ofrecía un perímetro claro hasta donde se
debía cortar el pasto, mientras la luz de la mañana ya iba encarando el
mediodía y se desbordaba, invadía todos los rincones, erosionaba los contornos
y mantenía a raya las pocas sombras que resistían mal bajo un tronco o
pegaditas al cielo raso de la galería, mientras perdía el control óptico de donde
estaba, ya mi atención se dispersaba del territorio entrerriano y empezaba a
delinear el interior del departamento de la calle Guido. Inútil era el plano de
cuadrados y rectángulos, inútil el repaso de la estructura de caños, de la
orientación de las ventanas, del sentido de apertura de las puertas. A tientas,
recomponía un recorrido. Me desplacé mentalmente, como en el submundo debajo
del agua conteniendo la respiración, por un departamento bien decorado, pero
falto de vida, el espacio de un soltero que no siempre estaba en casa. Quizás
algunos discos apilados en la mesa ratona, alguna boleta en la mesita de
entrada, todo prolijamente apilado en el escritorio. Recordé los papeles que
dejé a la vista. No quería que mamá viera eso. Por nada del mundo. Me
sobresalté, pero era un temor insostenible, mamá jamás hubiera tocado mis
cosas, menos husmeado mis papeles, y menos que menos se hubiera puesto a leer
el proyecto formal de una licitación a simple vista burocrático, bajo un pliego
cuanto menos aburrido.
Todavía no llegaba el puente de
Zárate y cada un minuto controlaba el reloj. Cambiaba la posición de las manos
sobre el volante. Miraba el reloj. Por suerte, la capacidad de concentración en
un asunto tan seco como la impaciencia cedió nuevamente. Traté de reconducir mis pensamientos. Después de dejar la
leña preparé mate, recordaba ahora, y me reprochaba esos minutos perdidos. Pero
en ese momento sólo había pensado en los papeles, y no en la muñeca, pensaba
ahora llegando al puente, y me perdonaba. A pesar del calor, tomaba mate. Un
pequeño antídoto de infusión caliente para contrarrestar el veneno del
insoportable calor. Pero en la galería volví a mi departamento en un sopor
húmedo. Olor a muerto, pensé en la galería, pensaba ahora en el auto. Nada vivo
que pudiera morir había en mi departamento, salvo los potus, que tengo en
macetas justamente porque son muy resistentes y crecen como las uñas de los
muertos, aunque los abandone por días y días. Imposible que haya dejado platos
sucios, ceniceros llenos. Improbable que haya olvidado la basura sin sacar, eso
en mi personalidad equivaldría a una enfermedad mental para la que todavía soy
joven. Además, como la empleada estaba de vacaciones, había limpiado todo yo
mismo después de la fiesta con los arquitectos, había bajado montones de bolsas
de basura. En ese momento me distraje para recrear alguna escena de esa fiesta
en mi casa. Toda la ensoñación se terminó cuando recordé la muñeca inflable, y reaparecí
en la galería calurosa y de pronto en silencio, como si los pájaros hubieran
cortado sus cantos al mediodía, como los comercios de la zona, para la siesta.
En ese momento agarré las llaves.
En la ruta volví a pensar en el olor
a muerto, o ahora recordaba que ya había reparado en este asunto en ese momento
vago del pasado, en la galería. Pensé entonces en el olor a muerto. Mis amigos
imaginarios, se me ocurrió. Como la ruta estaba desierta, me permití una risa
con ruido, aunque por las dudas me cercioré por el retrovisor de estar
completamente solo. La posible presencia de otros era una inquietud que no
tenía hacía quince días. También pensé en un robo en el departamento, una
disputa por la caja fuerte, un tiro, una huida y un tipo muerto en mi casa.
Delirios, concluí, mientras con la palma de la mano imploraba sobre las
rendijas que el aire acondicionado me diera algo de paz. Gloria, la vieja de
enfrente, pensé. Pero ella tenía familia, no la hubieran dejado descomponerse
ahí. Además, seguramente ella informó a mi hermano del olor. Había frenado en
una estación de servicio.
Mientras esperaba que se cargue el
tanque de nafta, hace unos kilómetros, revisé el teléfono. “Hubo un corte de
luz de diez días. La heladera” decía mi hermano. Claro, pensé en el auto en
Entre Ríos, recordaba ahora en el auto en Zárate. Como investigador forense,
soy un gran arquitecto, me dije con buen humor. Iba a celebrar mi ingenio con
una sonrisa ancha, pero el playero me estaba mirando. Compuse una cara seria
que no se me fue ni siquiera cuando dejé atrás la estación de servicio y unos
kilómetros después la entrada a Colón.
Otra vez se dispersaban los espacios
dentro de la cabina del auto. Con el calor acumulado de todo el edificio sin
aire acondicionado por diez días, subiendo hasta el semipiso 11, la carne y el
pescado congelados estarían a la miseria en la heladera sin corriente. Ya
imaginaba la heladera repleta de hongos blancos, esponjosos hasta todos los
costados, si es que no habían conseguido abrirse paso entre los burletes,
empujar la puerta, mandar el olor por toda la cocina, avanzando hasta la puerta
de entrada y todo el palier, aprovechando la circulación de aire y luz que
habíamos diseñado con el loco Silva para el proyecto del edificio.
La muñeca inflable, la había
encargado y subido al departamento en un embalaje de árbol de navidad, tal como
la vendía la empresa de productos sexuales para conservar la discreción, la
muñeca que fue el detalle grotesco en el cóctel con los del Colegio de Arquitectos,
la que inspiró las bromas más simples pero por eso las que se podían compartir
con todos, mientras pensaban en el solterón incorregible, no porque hiciera
algo vedado para los demás, sino porque se daba el lujo de pensar en ese tipo
de humoradas. La muñeca a la que le había cortado el flequillo y había adornado
con pulseras de cuero con tachas y, para mayor aberración, zoquetes blancos y
borceguíes negros, de modo tal que apuntaba tanto a la erótica del cuero como a
la apariencia de un trabajador uniformado. La había colocado en línea con mi
distinguido mobiliario, para acentuar el detalle sórdido, entre mis dos plantas
de potus.
Recalé en los potus, que tanto me
gustan porque sobreviven a condiciones duras. Aunque les había dejado un
recipiente de agua con hilos para que los rieguen por capilaridad, los potus
hubieran aguantado el calor y la falta de agua. Pero ahora, bien regados y con
el calor acumulado, quién sabe hasta dónde habrían crecido. Hasta la muñeca,
quizás, ya que estaba a unos centímetros. Con sus raíces aéreas, los tallos
bien se podrían haber prendido a las piernas y reptado alrededor de sus
extremidades, enroscando todo el cuerpo, retorciendo sus articulaciones,
frotando quizás sus mullidos orificios. Ahora recordaba que Silva apagaba sus
cigarrillos en la boca forzosamente abierta de la muñeca, en la vagina
acolchonada por la última tecnología en silicona. Los orificios que habían
quedado con marcas de quemaduras, como si hubieran soportado la explosión de un
petardo.
Silencio. Silencio mental.
Desaparecieron el departamento de Buenos Aires, la casa de Colón, la ruta en Campana.
Recuperé mi atención en la ruta, la
dirección de las ruedas siguiendo la línea punteada, el ruido del motor, del
aire acondicionado. Recién en ese momento prendí la radio. Se mezclaba con el
ruido del viaje, del avanzar a través de la banquina, las zanjas, los árboles,
el guardrail en las curvas. Pero pronto lo que a la ida había sido pura
morfología del camino se fue desvaneciendo y recuperé los estallidos de
espacios imaginarios. El departamento oscuro, el orden geométrico, las plantas,
la muñeca.
En
seguida pensé en lo que la visión de la muñeca, disfrazada de un erotismo
ambiguo, constreñida por las plantas de potus, detonada en sus agujeros
subrayadamente funcionales, lo que esa visión podía causar en mi madre. Me
reacomodé en la butaca del auto. Pensé vagamente en la salud de mamá, en su
fragilidad desde que murió papá. Intenté llamarla, una infracción de tránsito
invisible en medio de la ruta, para decirle que no se preocupara, que se
quedara en su casa, ya iba en camino, no sin justificarme antes con la urgencia
del asunto, una jerarquización geométrica de la ética, el deber del mal menor,
y demás argumentos deshonestos que, aunque los sabía falaces, los recorrí como
una purga. Inútil tensión espiritual, puesto que mamá no me contestaba.
El resto del recorrido se redujo a
los confines del interior del auto, algún chispazo de la infancia,
distracciones controladas en la euforia de los nervios, incluso un breve
aburrimiento, cuando se ampliaron los carriles y pude mantener la velocidad
estable, aburrimiento que apenas reconocido desapareció por la culpa de
relajarme en una situación así.
Cuando ya estaba cerca, entrando a
la ciudad propiamente dicha, se agolparon las inquietudes y los espacios del
viaje, como en un delirio luego de una noche en vela estudiando para el último
final en la facultad. Llegué a casa pensando en el mediodía difuso de Entre
Ríos, en el crecimiento del potus alrededor de la muñeca. Un crecimiento
desbordado, lascivo. Estaba involucrado en las infinitas vueltas que darían los
tallos a la pobre muñeca, pero cuando bajé sobre las conocidas baldosas de la
vereda recuperé algo de mi identidad de vecino aplomado y entonces al alboroto
de mi angustia arrimé el pensamiento sereno. Los potus habrían crecido, a lo
sumo, un puñado de centímetros. Algo en el diálogo con mi versión ciudadana me
tranquilizó, verbalizar la posibilidad esperable me aquietó, me devolvió al
sentido común de arquitecto exitoso, al menos a un ordenamiento del mundo
plausible y cercano. Volví a intentar un llamado a mi madre. No tenía batería.
En la entrada no estaba el portero.
Estaría con mamá arriba. Tampoco estaba el ayudante Jorge. Claro, se había ido
hacía meses. Sus borceguíes abandonados ahora estaban calzados en los pies de
la muñeca. El ascensor no funcionaba. El corte de luz había durado tanto que
incluso el grupo electrógeno se había agotado. Mientras subía por las escaleras
los once pisos me volvió el vértigo de la proximidad de la escena. Subía rápido
para no pensar en mi madre ni en ninguna situación. Quería llegar. Transpiraba
ya en el segundo piso. Llegué agitado, empapado de transpiración, con los
nervios cansados, desorientado por el terrible olor que se olía ya desde el
noveno piso, confundido por la cercanía del viaje en la ruta, su espacio
quebrado.
La puerta estaba abierta, evité
llamar a mamá, para eludir su presencia, y quise llamar al portero, pero en el
alboroto dije: Jorge… y pensé en el muchacho que ya no estaba, en sus
borceguíes expuestos a la mala interpretación, en el corral de Entre Ríos que
contenía una casa, un auto, una fuga, un departamento, y dentro del departamento
otra vez la visión del corral caluroso, y sentí que me bajaba la presión y me
senté en el sillón prolijo, al lado de la mesa ratona, a esperar.