I
No
era la basura, ni las torres, lo que veía bajo sus pies cuando sobrevolaba la
ciudad tierra adentro, al oeste, alejándose del río. El sueño de la infancia empezaba por el patio de
su casa, del que reconocía cada detalle: los bichos bolita, el olor a tierra que salía de las
grietas de las baldosas, levantadas por las raíces, ese olor que llevaba en las
uñas de las manos y en los talones de las medias, y caminaba tan liviano que se desprendía
de sus memorizados pasos hasta la hamaca del jacarandá, por encima de la sabida enredadera en la medianera. Veía
primero los techos bajos de las casas vecinas, rodeaba los tanques de agua, rozando
casi las ramas más altas de los árboles, y después, todavía más liviano,
remontaba su vuelo por encima de los postes de cables y las copas de los
árboles y se alejaba ligero, dueño del arte de elevarse, y se sorprendía por
partida doble: en primer lugar, por estar volando, o más propiamente, caminando
en el aire, sin amarras a un plano, lo que constituía una concesión, un olvido
de la rigidez de lo cotidiano; en segundo lugar, se asombraba del hecho de
estar sorprendido, ya que a su vez en esos momentos estaba convencido de
recordar excursiones similares y se compadecía de lo inepto que era
habitualmente, cuando estaba despierto y prefería olvidar sus rondas nocturnas
y salía al patio a empaparse de luz y acumular recuerdos para una fundada
futura melancolía.
II
El
recuerdo de sus sueños cambió gradualmente, como el barrio. En la vigilia, las
casas de una sola planta y los caminos desiertos cedieron a los edificios de
quince pisos y al constante tránsito y a los comercios, y él mismo se vio obligado a vivir más lejos. En el mundo onírico, al contrario, permanecía la casa, apenas dislocada por un silencio lejano: volvía a recorrer alegre la casa, pero ya no salía volando a pasear
por el ancho mundo, a poseerlo, sino que un ruido sentido pero jamás escuchado
lo ponía alerta y acto seguido se encerraba con llave, justo a tiempo para detener la amenaza en el umbral. Luego despertaba con la
boca seca, algo parecido a la angustia de manual, pero se alegraba de haber
vuelto a recorrer esa casa tal como era en su infancia, antes de la demolición.
Los
recuerdos de su vida pasada se fueron mezclando con los recuerdos de los sueños
pasados, de modo que no podía determinar a qué orden pertenecían algunas
impresiones que ahora recuperaba. Como cuando el vecino, que le llevaba tres
años, nueve centímetros y varios kilos, le sacaba la pelota y la sostenía en la
mano, por encima de la cabeza, y se complacía en humillarlo, a lo que él
respondía con una furia infructuosa, y luchaba decepcionado con toda su débil voluntad, pero los brazos le resultaban pesados, y sus movimientos lentos eran
desesperantes, como correr sumergido en agua.
III
Salió a la calle, en plena vigilia, y se
dirigió al río. Las aguas estaban bajas y al retirarse de la orilla, entre los
escombros que la rellenan, habían dejado a la vista toda la basura
metropolitana, el viento envenenado de frío. Bolsas y botellas de plástico,
latas, restos de frutas, pan mojado e hinchado. Entre las torres y la basura
del río, donde tantas veces había sentido humillación e impotencia, como en
sueños, ahora descubría la belleza de un silencio desplazado, estaba muy
animado, exultante, y su euforia lo regocijaba a la vez que lo amonestaba por
su momentos de desánimo, y notó que todavía podía volar en algún sentido,
desprenderse de su embrollo inútil, que era una sensación muy parecida a la
auténtica borrachera, al momento en el cual se dejó atrás un umbral, como en
los sueños de la infancia cuando abandonaba la dependencia de la gravedad, del
suelo, y en ese estado permaneció deliciosos instantes hasta que recordó que el
éxtasis a la larga se distiende y comprendió que la cuestión no era volar,
sino, de ser soportable, retener el vuelo.