Los
tornillos desnucados soportaban el estante de macetas. El farol colgaba degollado
del techo rajado. La jaula vacía tensaba la cuerda del ojal. Unas nubes
aplastaban el cielo. El niño dormía atado al hilo de hombros
vencidos. La luna retenía su brillo
panza abajo. La madre, asomada a la baranda, no tenía fuerzas para sostenerlo.
No tenía fuerzas para soltarlo.
28/7/15
Carla y Catalina
Cuando
terminamos el colegio nos fuimos a viajar por Latinoamérica. Fueron seis meses de
exposición abierta a pueblos ínfimos, ciudades centenarias, paisajes
deslumbrantes y al inmenso cocoliche crudo de las costumbres indígenas,
europeas y africanas.
A
los veinticuatro años yo era ingeniero y ella abogada. Trabajamos medio año en
Australia, de lo que aparecía, ahorrando plata como para pasar sin prisa ni
pausa por la sencillez y locura del sudeste asiático, y terminar un tiempo en China,
el epicentro de ese universo paralelo en este mundo.
Con
treinta y dos años, un posgrado cada uno, buenos trabajos y vacaciones
acumuladas, nos fuimos a Europa. Ya habíamos viajado a Estados Unidos, sí, en
la adolescencia, con las familias respectivas.
Llegamos
a Madrid y nos recibió Carlota, una prima de Catalina que vivía allá y se hacía
llamar Carla. No se veían hace años, pero el encanto mutuo renació con fluidez.
Hablaron horas y horas de las viejas épocas. Sus viejas épocas. A la semana
siguiente estábamos en Ibiza, en cualquiera, todo el tiempo. De manera
inesperada, mi concepto de matrimonio se amplió, retorció y flexibilizó hacia formas
que antes no hubiera podido imaginar. Cuando nos despedimos de Carla, en el
aeropuerto, sentimos que dejábamos una parte de nosotros abandonada a su suerte,
que seguíamos adelante sin documentos ni equipaje.
Recorrimos
Italia como turistas comunes, sin hablar de lo que había sucedido en las Islas
Baleares. Sin hablar entre nosotros: a Carla le mandábamos fotos y mensajes de rato
en rato, pero cada uno por su cuenta, en un equilibrio muy particular entre a
escondidas y a sabiendas. París, Bruselas, Amsterdam, Berlín, Praga, Viena y
Budapest nos fueron devolviendo poco a poco a nuestra dualidad acostumbrada. De
día visitábamos museos, edificios y demás, y de noche cenábamos por ahí. A
veces nos metíamos en bares o en boliches, y entonces sí terminábamos con los
teléfonos en los ojos, escribiendo a duras penas, pero directo desde el subconsciente.
A
Londres viajó Carla para reencontrarse con nosotros, antes de perdernos para
siempre, dijo, y porque nos extrañaba, porque nos extrañaba demasiado. Sin
embargo, ya nos había perdido en Ibiza. Por lo menos a mí: Catalina y Carla empezaron
a pasar mucho tiempo juntas, afuera y en el hotel –Carla había alquilado una
habitación al lado de la nuestra–, y prácticamente me esquivaban.
Yo
andaba desconcertado, recorriendo lugares turísticos al azar y mirando fútbol y
mujeres en bares. Nada me decía demasiado, la neblina londinense se me había
metido en el cerebro y me empañaba la vista, los oídos y el resto de los sentidos,
incluido el entendimiento. Cuando pasábamos tiempo juntos, Carla me miraba de costado,
con una mezcla de miedo, vergüenza y ganas. Catalina me miraba de frente, con
un gesto de advertencia difícil de medir. Imposible descifrar la situación en las
condiciones intelectuales de embotamiento que sufría. Mi respuesta final se reducía
a la resignación.
El
anteúltimo día, mientras almorzábamos, me contaron entusiasmadas que una amiga
de Carla nos había invitado a una fiesta esa misma noche. Tenía que ponerme
lindo, me dijo Carla con un guiño. Con la mirada, el tenedor y el cuchillo clavados
en su filete de gadus morhua, como le gustaba decir a ella, Catalina agregó que
me esforzara. Mi mujer había llevado sus valijas hace días a la habitación de
al lado, así que estaba solo. Me propuse dormir una siesta larga, que se fue convirtiendo
en una tortura a medida que la dificultad para conciliar el sueño se unía a repentinas
y reiteradas interrupciones. La niebla mental ni siquiera me sedaba los
nervios.
Cuando
pude levantarme, al fin, ya era de noche. Me duché y me vestí rápido, para no
retrasarme, y me senté al borde de la cama, mirando las luces de la ciudad y el
interior de los departamentos iluminados de los edificios circundantes,
esperando que me llamaran. Después de un rato me impacienté, salí al pasillo y
golpeé dos veces la puerta de la habitación de Carla, que contestó ya vamos.
Estuve parado en el pasillo un tiempo que no sabría definir, sin pensar en
nada, hasta que se abrió la puerta. Me saludaron con un beso en cada cachete y
se rieron, todo a la vez. Tenían el mismo peinado, el mismo vestido, el mismo
tapado, los mismos zapatos, las mismas medias, el mismo reloj. Preguntaron si
estaban guapas y asentí con la cabeza. Estaban iguales, fatales.
Catalina
se apuró a decir que bajáramos a cenar porque todavía faltaba. Del hotel nos
fuimos a un bar: aún era temprano. Tomamos unas rondas de gin tonic, divagando
disparates que no recuerdo sobre el futuro de Carla y el nuestro en Madrid y en
Buenos Aires. En el siguiente instante, en mi memoria, yo estoy discutiendo con
un taxista sobre Maradona mientras Carla y Catalina se besan en el asiento de
atrás.
Pronto
llegamos a la dirección. Pagué y caminamos hacia el lugar. Era una construcción
metida hacia adentro de la vereda, en una calle lateral y secundaria. Un
edificio viejo, bajo, de paredes negras y humedecidas, que parecía abandonado.
En la puerta, un hombre grandote con una máscara de la Reina nos preguntó por
el pequeño William. Carla contestó que estaba comiendo salchichas con brie. El
enmascarado dijo okey y nos hizo pasar rápido.
Entramos
a un hall amplio, casi a oscuras. Se escuchaba música a lo lejos. Isabel II nos
indicó una escalera. Subimos dos o tres pisos, hasta que hallamos una foto de William
en la baranda. Caminamos por ese pasillo al fondo, después a la izquierda por
otro, y al final entramos a un salón, donde unas cien personas bailaban música
electrónica a un volumen considerable, bajo luces lilas y verdes intermitentes
y un par de bolas de espejos.
En
menos de un minuto, un lord no sé cuánto, vestido de traje y pañuelo blanco al
cuello, se llevó con carcajadas a Carla y a Catalina. Tenía que presentarles a
alguien con urgencia, me explicó, muy suelto de cuerpo y sin dar espacio a
réplicas. Unos veinteañeros que vieron la escena se solidarizaron conmigo, me
preguntaron de dónde era y me compartieron su pipa de hachis. Poco después,
mientras bailaba solo y enajenado, una mujer que pasaba sirviendo cocaína en las
tetas me ofreció su servicio, que por pura casualidad y suerte rechacé.
Me
fui del salón en busca de un baño. Avancé por el pasillo en penumbras, hasta
una puerta entreabierta. En el interior, unas diez personas copulaban
entrelazadas, apretujadas en una habitación diminuta, formando una especie de animal.
Desde uno de sus vértices, el animal me hizo un gesto con una mano, invitándome
a pasar. Le pregunté donde quedaba el baño, pero la cabeza calva y arrugada de
ese vértice no me entendió y dejó de prestarme atención.
Seguí
por el pasillo, meé en un rincón y bajé por la escalera. Necesitaba aire. Debo
haber bajado varios pisos, porque terminé en una especie de sótano. En el medio
de la oscuridad, algo metálico brilló de pronto, un instante, y se apagó. Me
acerqué despacio, con ambas manos adelante, hasta que me choqué con un bulto. Agucé
los ojos y, de a poco, a medida que mis pupilas se estiraban, pude verlo: una
silueta de mujer con un anzuelo enorme en la boca y cola de sirena, colgando del
techo.
Me
quedé duro. Me rasqué los ojos y me reproché en voz alta pelotudo, estás
limado, pero la cosa seguía ahí. Levanté los brazos y palpé el rostro, el
pecho, que estaba desnudo y tieso, y bajé hasta el engarce de piel y escamas. Sentí
un hilo grueso que se introducía a la carne humana y a la piel de pescado en
varios puntos de costura, cuyo dibujo seguí con los dedos. Después sentí un
líquido. Me miré las manos y las vi ensangrentadas. En ese momento me
estremeció un gemido tenue, una exhalación sutil y dolida que cortó la
oscuridad por unos segundos interminables y horribles. Pegué un grito con el
alma y subí corriendo la escalera.
Unos
pisos más arriba, me topé con Carla y Catalina. Bajaban de la mano del tal lord.
Como pude, les conté lo que había visto. El corazón me saltaba por la boca. El
idiota inglés me tomó de las manos y me las mostró: no había sangre ni nada. Me
calmó con unas palmaditas en el hombro y un wait a minute, please.
Trajo
a una amiga suya y nos presentó: Helen, funny argentine; funny argentine, Helen.
Catalina y Carla se rieron. Helen también. Ella me llevó para arriba de la mano
–todavía me temblaba–, mientras el inglés bajaba con un brazo alrededor de la
cadera de mi esposa y la palma de la otra mano en el culo de su prima.
Helen
sirvió unos tragos. Era una alemana amable, realmente encantadora, bastante
jovencita, que dijo amar a las sirenas. Me recostó en un sillón y me hizo
masajes. Me trajo más alcohol y creo que tuvimos sexo. En algún momento debe
haberme subido a un taxi, porque me desperté con el frío de la madrugada,
acostado en el piso, junto a la entrada del hotel.
A
primera hora de la tarde Catalina entró a mi habitación y me dio unos besos
suaves y tiernos. Teníamos que hacer las valijas, se había hecho tarde. Me
dolía todo. La cabeza me daba vueltas primero y se me llenaba de agujas
después. Le pregunté a Catalina por Carlota, desde la cama, mientras ella acomodaba
las cosas. Me contestó parcamente que estaba en Madrid, como si nunca hubiese
salido de ahí. Esa fue la última vez que hablamos de ella.
25/7/15
20/7/15
Un cuento infantil
Cuando me desperté el monstruo todavía dormía a mi lado.
Traté de incorporarme sin que el movimiento de mi cuerpo fuera delatado por los
resortes de la cama…
El monstruo apareció un día devorándose primero todos los
mosquitos, cucarachas escarabajos y otros insectos. Nos dimos cuenta porque
era pleno verano y no teníamos ni una sola picadura, ni habíamos tenido que aplastar ninguna cucaracha. Al principio lo tomamos como una buena señal. No había
motivos para preocuparse. Cuando mamá lo encontró lo vio comerse tres
cucarachas a una velocidad insólita. Y pese a que nunca había visto un monstruo
tan pequeño ni tan horrible, no lo mató. Le parecía útil. Sospechaba que debía
ser un insecto de estos nuevos parajes a los que nos destinaba mi padre.
Pero
el verano terminó y, con el caer de las hojas, el monstruo crecía. Un día había
dejado abiertas las alacenas: paquetes rotos, vacíos, hechos un bollo; frascos hechos
añicos (salsa de tomate salpicada por todos lados), potes abiertos y lamidos
hasta el hartazgo. El monstruo crecía y crecía. Tenía un tamaño tal que ya daba
impresión matarlo (nos habíamos dejado estar). Íbamos a necesitar una escopeta
o un arpón. ¿Pero de dónde sacar algo así? Y con la duda fue peor, creció más,
mucho más.
La primera víctima fue el perro, después mi hermano Luis,
finalmente papá. Ya no sabíamos qué hacer con el monstruo. Estaba sentado en el
sillón mirando la televisión y seguía engordando. Si no le llevábamos comida
rápido nos amenazaba con matarnos y comernos. Nos arrojaba las latas de cerveza
vacías. Un día hasta le dejó a mamá un ojo morado. Mamá lloraba y decía que ese
no era el monstruo tierno y dulce que nos liberaba de los mosquitos y las
cucarachas, sino que ese era un monstruo monstruoso, horripilante, un monstruo
horrible y cruel.
Tratamos de buscar ayuda, pero fue un fracaso. Nos tomaban
por locos. Era tan feo y trucho de aspecto, nuestro monstruo, que pensaban que
las fotos y videos eran inventos caseros.
Mamá finalmente desarrollo un plan, clásico: envenenarlo.
Cocinó por horas revolviendo su caldero, agregando verduras, frutas, semillas,
condimentos, pollos, vacas y conejos. Al ratito de darle de probar bocado se
puso gris y cayó al piso. Trató de agarrarla del tobillo, pero mamá dio una
patadita suave y se liberó. No nos acercamos a él durante dos días. Después lo
tocamos con una vara y nos dimos cuenta de que estaba seco y liviano como una
carcasa de crisálida.
Así de simple fue como murió. Pero nos dejó una enseñanza o
dos. La primera: ataca al monstruo cuando es pequeño; la segunda, nunca, pero
nunca lo alimentes.
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