Tengo un vago recuerdo del día en el que
llegué. Eran pasadas las seis de la tarde. Di unos aplausos y nada. Después apareció
Vicente, algo amodorrado, y me mostró el lugar. Recuerdo las distintas
tonalidades de verdes del parque, una atmósfera silenciosa, el velo del ocaso y
una fuente en el fondo, mientras él, de
bigotes entrecanos y los dientes chuecos, me explicaba el funcionamiento de la
casa. No presté especial atención, pero estaba seguro de haber visto una
estatua sobre la fuente. Durante los días sucesivos miraba en esa dirección con
la esperanza de que no se tratara de un error de mi memoria o un engaño de los
sentidos. Paseaba y la buscaba no sólo allí, sino detrás de cada arbusto que se
movía por el viento, como causa de cada graznido inesperado.
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