No
pude en ese momento –lo llamo con esa vaguedad temporal porque no fue ni de
mañana ni de tarde ni de noche en la ubicuidad de la luz del aeropuerto, en el
interminable tiempo de la incertidumbre y de la espera- no pude, digo,
comprender nada del señor Pedra. Lo vi en una fila de sillas cercana, de
espaldas, con la cabeza ladeada: podía estar durmiendo, esperando resignado,
pensando en los sucesos cuyas consecuencias nos retenían allí, quizás
recordando algo. No le presté mayor atención, yo estaba cansado -aunque este
verbo me parece ahora que está reservado a una sola persona, Pedra- y me dormí.
Cuando
desperté, fui al baño, demoré un largo rato en los controles para ingresar al
cubículo, salí, y volví a verlo de espaldas en la misma posición. Por un
momento pensé que estaba muerto, y que en la locura generalizada nadie lo
notaba. Lo último que necesitaba era un descubrimiento de aquella naturaleza. Traté
de olvidar el asunto, pero la posibilidad de tener un muerto a unos metros y no
decir nada, pese a mi sopor, me resultaba inquietante, tanto que resolví
aproximarme. No estaba muerto, ni dormido, ni presente. Respiraba con una
frecuencia acusada. Sus ojos no eran tristes ni alegres. Cuando me vio,
demostró una civilidad mesurada y por ello confiable. Ensayó una insignificante
conversación de aeropuerto de la que no recuerdo ni una palabra. Parecía
agotado, pero no tenía intenciones de dormir. El descanso parecía una
alternativa hacía largo tiempo descartada.
Era
diplomático, o representante internacional de algún organismo profesional. Iba
bien vestido, aseado. En su juventud, pero esto lo conjeturé después, había
aprendido a darse una estructura para evitar desarreglos. Pronto, pero esto lo
contaron las noticias, logró resultados en sus estudios, una posición de
certidumbre en su carrera, una familia que se parecía tanto a las otras que
podía ser cualquiera. Ese tipo de abstracciones parecía dominarlo. No distinguía
que el café que tomaba debía ya estar muy frío y distinto al humeante vaso de
cartón que había comprado hacía horas, quizás antes del atentado, cuando no sólo
el café sino todo el lugar y quizás todas las cosas eran distintas. Le hice una
observación sobre su café, a la que respondió con un gesto que todavía se
desvanece en mi memoria, una indiferencia educada y ejecutada con meticulosa imprecisión.
Su posición en la silla también parecía incómoda, abandonada a una indolencia
protegida por unos analgésicos que sacó del bolsillo para tomar mientras
conversábamos.
La
voz unánime de los parlantes anunció que se reanudarían los vuelos. Aproveché
para preguntarle al señor Pedra de dónde venía, hacia dónde iba. No enumeró,
sino que reunió en palabras vagas unos asuntos en apariencia abstractos que lo
habían traído a la ciudad; proyectó con claridad una cargada agenda de
congresos, contratos, reuniones y ponencias que lo requerían en Bruselas y
luego en Zúrich. El horror que se vivía en esos momentos y su consecuente
contratiempo le vedaban los compromisos más próximos. No parecía ansioso, ni
preocupado: mi incertidumbre por la reprogramación de la escala en San Pablo me
pareció pequeña como una vida. Tampoco se mostraba melancólico ni aferrado al
presente ni afectado por él. Una piedra no se pregunta cuáles son las fuerzas
que impulsan su caída ni los planos que detienen su trayectoria. Por eso las
piedras tienen ese aire ausente. Por eso el señor Pedra estaba listo para el
futuro pero no lo esperaba, lo traía un pasado que se perdía detrás.
Lo
saludé y busqué mi vuelo. Ya en San Pablo, mientras esperaba mi conexión, vi
las noticias de un hombre que había sido demorado en el aeropuerto europeo. Era
el señor Pedra. No quedaba claro si era sospechoso de complicidad con el
terrorismo o si había quedado desorientado por el ataque. Se lo consideró tanto
víctima como cómplice, según cómo se dibujaba la línea de su perfil uniendo la
constelación de puntos dispersos que se sabían de él. Una vez en Buenos Aires,
no tuve noticias. Su caso había cobrado interés por el caos de los
acontecimientos. Descubierta su irrelevancia, su historia se perdía. Pude
averiguar que estuvo detenido pocas horas y luego lo dejaron salir. Este
contratiempo le habrá costado perderse otra de sus actividades.
No
lo imagino indignado ni resignado. Lo mismo podía estar en una sala de
interrogaciones que en una sala de espera de un aeropuerto alterado o que en
una mesa navideña de la infancia, llena de regalos y padres vivos y olores a
especias; todas cosas diferentes sólo para quienes recuerdan y ven los matices
de la luz del sol sobre las hojas de los árboles.
Pero
el señor Pedra lo mismo podía durar un día que mil noches. Podía estar en cualquier
lado porque nunca estuvo como estamos nosotros.