28/7/16

La velada con el señor Pedra

                 Al señor Pedra lo traté una sola vez, en la sala de espera de un aeropuerto mediano, como podría ser el de Granada.  Lo vi después algunas veces más, en los diarios, los canales de televisión, en las notificaciones de internet que me recomendaban, con virtual lógica, que probablemente querría volver a ver lo ya visto por curiosidad o azar o destino. Cuando lo traté aquella vez, todos los vuelos se habían interrumpido por un ataque terrorista en esa ciudad de meridiano tamaño. Las fuerzas estatales procedían a interrumpir las comunicaciones para evitar posibles fugas. La perplejidad y el espanto que sentí por la cercanía del hecho se fueron relajando con los interminables minutos sin novedades, como en un velorio cercano, donde el dolor agudo no puede perdurar en la plasticidad de las horas y se vuelve un fondo triste pero calmo y expandido. Por lo demás, no es ésta la historia del terror ni de mis sentimientos, sino del señor Pedra y de su persona como metáfora del cansancio.
                No pude en ese momento –lo llamo con esa vaguedad temporal porque no fue ni de mañana ni de tarde ni de noche en la ubicuidad de la luz del aeropuerto, en el interminable tiempo de la incertidumbre y de la espera- no pude, digo, comprender nada del señor Pedra. Lo vi en una fila de sillas cercana, de espaldas, con la cabeza ladeada: podía estar durmiendo, esperando resignado, pensando en los sucesos cuyas consecuencias nos retenían allí, quizás recordando algo. No le presté mayor atención, yo estaba cansado -aunque este verbo me parece ahora que está reservado a una sola persona, Pedra- y me dormí.
                Cuando desperté, fui al baño, demoré un largo rato en los controles para ingresar al cubículo, salí, y volví a verlo de espaldas en la misma posición. Por un momento pensé que estaba muerto, y que en la locura generalizada nadie lo notaba. Lo último que necesitaba era un descubrimiento de aquella naturaleza. Traté de olvidar el asunto, pero la posibilidad de tener un muerto a unos metros y no decir nada, pese a mi sopor, me resultaba inquietante, tanto que resolví aproximarme. No estaba muerto, ni dormido, ni presente. Respiraba con una frecuencia acusada. Sus ojos no eran tristes ni alegres. Cuando me vio, demostró una civilidad mesurada y por ello confiable. Ensayó una insignificante conversación de aeropuerto de la que no recuerdo ni una palabra. Parecía agotado, pero no tenía intenciones de dormir. El descanso parecía una alternativa hacía largo tiempo descartada.
                Era diplomático, o representante internacional de algún organismo profesional. Iba bien vestido, aseado. En su juventud, pero esto lo conjeturé después, había aprendido a darse una estructura para evitar desarreglos. Pronto, pero esto lo contaron las noticias, logró resultados en sus estudios, una posición de certidumbre en su carrera, una familia que se parecía tanto a las otras que podía ser cualquiera. Ese tipo de abstracciones parecía dominarlo. No distinguía que el café que tomaba debía ya estar muy frío y distinto al humeante vaso de cartón que había comprado hacía horas, quizás antes del atentado, cuando no sólo el café sino todo el lugar y quizás todas las cosas eran distintas. Le hice una observación sobre su café, a la que respondió con un gesto que todavía se desvanece en mi memoria, una indiferencia educada y ejecutada con meticulosa imprecisión. Su posición en la silla también parecía incómoda, abandonada a una indolencia protegida por unos analgésicos que sacó del bolsillo para tomar mientras conversábamos.

                La voz unánime de los parlantes anunció que se reanudarían los vuelos. Aproveché para preguntarle al señor Pedra de dónde venía, hacia dónde iba. No enumeró, sino que reunió en palabras vagas unos asuntos en apariencia abstractos que lo habían traído a la ciudad; proyectó con claridad una cargada agenda de congresos, contratos, reuniones y ponencias que lo requerían en Bruselas y luego en Zúrich. El horror que se vivía en esos momentos y su consecuente contratiempo le vedaban los compromisos más próximos. No parecía ansioso, ni preocupado: mi incertidumbre por la  reprogramación de la escala en San Pablo me pareció pequeña como una vida. Tampoco se mostraba melancólico ni aferrado al presente ni afectado por él. Una piedra no se pregunta cuáles son las fuerzas que impulsan su caída ni los planos que detienen su trayectoria. Por eso las piedras tienen ese aire ausente. Por eso el señor Pedra estaba listo para el futuro pero no lo esperaba, lo traía un pasado que se perdía detrás.
                Lo saludé y busqué mi vuelo. Ya en San Pablo, mientras esperaba mi conexión, vi las noticias de un hombre que había sido demorado en el aeropuerto europeo. Era el señor Pedra. No quedaba claro si era sospechoso de complicidad con el terrorismo o si había quedado desorientado por el ataque. Se lo consideró tanto víctima como cómplice, según cómo se dibujaba la línea de su perfil uniendo la constelación de puntos dispersos que se sabían de él. Una vez en Buenos Aires, no tuve noticias. Su caso había cobrado interés por el caos de los acontecimientos. Descubierta su irrelevancia, su historia se perdía. Pude averiguar que estuvo detenido pocas horas y luego lo dejaron salir. Este contratiempo le habrá costado perderse otra de sus actividades.
                No lo imagino indignado ni resignado. Lo mismo podía estar en una sala de interrogaciones que en una sala de espera de un aeropuerto alterado o que en una mesa navideña de la infancia, llena de regalos y padres vivos y olores a especias; todas cosas diferentes sólo para quienes recuerdan y ven los matices de la luz del sol sobre las hojas de los árboles.
                Pero el señor Pedra lo mismo podía durar un día que mil noches. Podía estar en cualquier lado porque nunca estuvo como estamos nosotros.



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