El hombre que me abrió la puerta fue
evasivo. Mientras entraba noté que me miraba de costado, no pudiendo evitar
cierta curiosidad, aunque enseguida se volvió para el otro lado. Me di vuelta
en el pasillo para atraparlo mirándome, pero ya había cerrado la puerta. Me
dirigí al centro de la habitación, donde ella estaba acostada. No la conocía. Acaricié
su cuerpo sin decir una palabra. El primer contacto tuvo el encanto del
descubrimiento. Metí una mano por debajo de la sábana, sentí su pecho, su
vientre. Arrastré el revés de la mano, con suavidad, por sus hombros. Después
me desnudé mirando hacia la pared, dándole la espalda. Quería cierta intimidad
para ese trámite. Me metí en la cama sin mirarla. Después sí, miré de cerca su
pelo, le besé el cuello al costado, al lado de un lunar que me gustó. Me subí
encima, sosteniéndome con los brazos para no aplastarla con mi peso. Luego
empecé la cópula, con cierta torpeza, algo levemente vergonzoso, pero poco a
poco sentí cómo los cuerpos se iban acoplando, aunque no demasiado, porque me
gusta algo de ese extrañamiento del otro cuerpo. Sin embargo, con la repetición
de los movimientos se fue mitigando la rudeza del coito. Allanados los
primeros pasos en falso, el baile sexual comenzó a desenvolverse sin contratiempos
notorios. Mi transpiración ya mojaba el contacto de nuestras pieles. Me
maravillaba que solamente podía sentir las partes de mi cuerpo que eran tocadas
por el de ella. Estando yo boca abajo, mis rodillas sentían la rigidez de sus
muslos, pero tenía que concentrarme para advertir que mi espalda existía. Eso
me distrajo un poco de mi deseo y pasó algún tiempo hasta que me sorprendí pensando
en estas cuestiones anodinas, sobre su cuerpo, sobre el apasionante misterio
del otro, es decir, pensamientos que a veces tengo cuando me distraigo en un
taxi, en una sala de espera. Volví a mi cuerpo como un despertar. Me concentré
en sus rasgos y, sobre todo, en sus gestos. Otra vez el deleite de la pelea entre, por un lado, la sincronización amable y, por el otro, los movimientos tímidos, titubeantes frente a un
cuerpo desconocido. El encuentro contradictorio de ambas situaciones me llevó a
eyacular algo antes de lo previsto. Me quedé unos segundos abrazado a su
cuerpo. Si no hubiera sido por la temperatura de su cuerpo, casi podía olvidar
que estaba muerta. Me levanté, me vestí otra vez de espaldas a ella, y me fui
sin decir palabra, aunque antes me detuve un segundo a ver su cara tensa, su
pelo algo alborotado. Caminé por el pasillo blanco y abrí la puerta. El hombre
ya no estaba.
28/11/16
25/11/16
La flor violácea del jacarandá
Me crucé con Lin y Chen en un vagón
del subte B. En ese momento no sabía sus nombres. Me los dijeron cuando se
despidieron. Todo pasó en minutos.
Volvía del trabajo, me acerqué a la
puerta para bajarme en Malabia y ahí lo vi sin verlos. Lo miré a Lin, la miré a
Chen, y no los reconocí. Fue su mirada, la de él, la que me marcó la pauta de
que ellos eran ellos. Cuando se miraron entre sí me di cuenta de que yo era yo. No entendía cómo no los había reconocido. Todos los jueves íbamos a su restaurante
a cenar. Todos los jueves se acercaba Chen a tomarnos el pedido. Lin saludaba desde
la cocina cuando entrábamos y cuando salíamos. Estaban casados. Chen era la
moza. Casi no hablaba español. Le señalábamos lo que queríamos del menú y ella escribía
idiogramas en la comanda, siempre sonriendo. Lin era cocinero, pero también
hacía las veces de administrador y encargado. Trabajaban con los padres de Lin.
La especialidad eran unas empanaditas a la plancha de cerdo y akusay, tofu
frito con picles chinos picantes y pollo kun pao. Lo que más se destacaba igual
eran las empanaditas. Todos las pedían.
Lin me preguntó cómo estaba y también a qué me
dedicaba. Era la primera vez que intercambiábamos palabras, más que un hola,
chau, gracias, o hasta luego. Mentira. Una vez les regalé un libro que había
editado. El primer libro que había editado. Le estaba mostrando el libro a mi
mujer y Chen se metió en el medio, miraba y miraba. Le aclancé el libro y se lo
llevó a la cocina. Era la primera novela de un autor argentino que era chef en
Hong Kong. Ellos nunca entendieron que yo era el editor. Traté de explicarles. Chen
quería que le dedique el libro. Lo firmé. Más allá del malentendido, se dieron cuenta
de que ese objeto tenía un significado especial para nosotros. Ese fue el
primer y único libro que autografié.
Salimos de la boca del subte. Lin me
dijo que nunca pudieron leer el libro. Que él hablaba bien, le costaba leer,
pero que su mujer era un desastre. Nunca dijo desastre. Levantó una mano y negó
levemente con la cabeza. Lin obligaba a Chen a ir adelante nuestro. Ella se
daba vuelta y me hablaba. Yo lo miraba a Lin pidiendo que me tradujera. “Quiere
que le mandes saludos a tu mujer”. Asentí sonriendo. Ella también sonreía, con los
ojos, con la boca, tratando de expresar lo que no podía decir.
Cuando cruzamos Corrientes Lin me
preguntó si había vuelto al restaurante. Le dije que dos semanas atrás, pero
que no reconocí a nadie. Él agachó un poco la cabeza. En ese momento me confesó
que habían vendido el fondo de comercio. Solamente su madre había quedado
trabajando con los nuevos dueños. Iban a visitar a sus padres que todavía viven
arriba del restaurante. Cruzamos Scalabrini Ortiz y me dijo qué lindos esos
árboles, señalando los jacarandás en flor. Había varios a cada lado de
Corrientes Eran realmente hermosos y delicados. Me pidió que repitiera la
palabra jacarandá. El trató de pronunciarla. Se detuvo mucho en la jota y en la
ce. Chen dijo el nombre en Chino. El ruido de los autos no me dejaba escuchar
bien. Lin me repitió la palabra que para mí podía ser asfalto, cocodrilo o
transeúnte. Me explicó cómo se componía el término: flor-azul-ciruelo. Cuando
dijo “flor”, Chen le dio forma de flor a su mano. No sabía si hablábamos del
mismo árbol, pero elegí creer que había jacarandás en China y que se llamaban exactamente
como decían Lin y Chen. En la esquina nos despedimos. Me dijeron sus nombres y
yo les dije el mío y el de mi mujer.
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