Me crucé con Lin y Chen en un vagón
del subte B. En ese momento no sabía sus nombres. Me los dijeron cuando se
despidieron. Todo pasó en minutos.
Volvía del trabajo, me acerqué a la
puerta para bajarme en Malabia y ahí lo vi sin verlos. Lo miré a Lin, la miré a
Chen, y no los reconocí. Fue su mirada, la de él, la que me marcó la pauta de
que ellos eran ellos. Cuando se miraron entre sí me di cuenta de que yo era yo. No entendía cómo no los había reconocido. Todos los jueves íbamos a su restaurante
a cenar. Todos los jueves se acercaba Chen a tomarnos el pedido. Lin saludaba desde
la cocina cuando entrábamos y cuando salíamos. Estaban casados. Chen era la
moza. Casi no hablaba español. Le señalábamos lo que queríamos del menú y ella escribía
idiogramas en la comanda, siempre sonriendo. Lin era cocinero, pero también
hacía las veces de administrador y encargado. Trabajaban con los padres de Lin.
La especialidad eran unas empanaditas a la plancha de cerdo y akusay, tofu
frito con picles chinos picantes y pollo kun pao. Lo que más se destacaba igual
eran las empanaditas. Todos las pedían.
Lin me preguntó cómo estaba y también a qué me
dedicaba. Era la primera vez que intercambiábamos palabras, más que un hola,
chau, gracias, o hasta luego. Mentira. Una vez les regalé un libro que había
editado. El primer libro que había editado. Le estaba mostrando el libro a mi
mujer y Chen se metió en el medio, miraba y miraba. Le aclancé el libro y se lo
llevó a la cocina. Era la primera novela de un autor argentino que era chef en
Hong Kong. Ellos nunca entendieron que yo era el editor. Traté de explicarles. Chen
quería que le dedique el libro. Lo firmé. Más allá del malentendido, se dieron cuenta
de que ese objeto tenía un significado especial para nosotros. Ese fue el
primer y único libro que autografié.
Salimos de la boca del subte. Lin me
dijo que nunca pudieron leer el libro. Que él hablaba bien, le costaba leer,
pero que su mujer era un desastre. Nunca dijo desastre. Levantó una mano y negó
levemente con la cabeza. Lin obligaba a Chen a ir adelante nuestro. Ella se
daba vuelta y me hablaba. Yo lo miraba a Lin pidiendo que me tradujera. “Quiere
que le mandes saludos a tu mujer”. Asentí sonriendo. Ella también sonreía, con los
ojos, con la boca, tratando de expresar lo que no podía decir.
Cuando cruzamos Corrientes Lin me
preguntó si había vuelto al restaurante. Le dije que dos semanas atrás, pero
que no reconocí a nadie. Él agachó un poco la cabeza. En ese momento me confesó
que habían vendido el fondo de comercio. Solamente su madre había quedado
trabajando con los nuevos dueños. Iban a visitar a sus padres que todavía viven
arriba del restaurante. Cruzamos Scalabrini Ortiz y me dijo qué lindos esos
árboles, señalando los jacarandás en flor. Había varios a cada lado de
Corrientes Eran realmente hermosos y delicados. Me pidió que repitiera la
palabra jacarandá. El trató de pronunciarla. Se detuvo mucho en la jota y en la
ce. Chen dijo el nombre en Chino. El ruido de los autos no me dejaba escuchar
bien. Lin me repitió la palabra que para mí podía ser asfalto, cocodrilo o
transeúnte. Me explicó cómo se componía el término: flor-azul-ciruelo. Cuando
dijo “flor”, Chen le dio forma de flor a su mano. No sabía si hablábamos del
mismo árbol, pero elegí creer que había jacarandás en China y que se llamaban exactamente
como decían Lin y Chen. En la esquina nos despedimos. Me dijeron sus nombres y
yo les dije el mío y el de mi mujer.
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