Parece
que tengo un problema con mi ira, o con la administración de mi ira. No es que
estoy más irritable ahora que antes. Enojarme no es para nada una emoción
nueva. Al contrario, cuando estoy al borde de la furia, me conecto con
situaciones similares del pasado. Ya de joven tenía arranques tremendos. La
novedad es que ahora le estoy prestando atención al tema. Cuando estoy entrando
al terreno de la bronca me doy cuenta. Entonces es más fácil detenerse a
tiempo, pensar más sereno, tomar distancia, reírse de uno mismo: la vida no se
arregla, pero me evito la mala sangre. A veces.
Otras
veces, claro, aunque vea que estoy recayendo, no me importa, porque tengo unas
ganas tremendas de enojarme como un desquiciado. Enfurecerme cada vez más. Eso
requiere conservar un ambiente, no dejarse persuadir por la calma. (Como cuando
el empleado del banco o el conductor de al lado pide disculpas. Eso me frustra.
Necesito pensar que el otro disfruta con su acción si quiero enfurecerme. Entonces
tengo que aceptar las disculpas y quedarme con el insulto atragantado. La
frustración es chata, me quedo con las ganas de enojarme.)
Me
habían recomendado un médico famoso, de métodos excéntricos, que lograba curar
dolencias en una sola visita. Entre su clientela se contaban deportistas
profesionales, personas adineradas. Sin mucha esperanza, fui. Estaba dispuesto
a cualquier cosa con tal de sacarme el dolor de espalda. El médico me atendió,
me aplicó unos golpes ridículos, después unas ventosas –que no eran más que
unas sopapas en la piel- y en menos de cinco minutos me despidió diciendo que
ya estaba curado. No tardé mucho en volver a sentir dolor. Eso me molestó, por
supuesto. Después, calculé los ingresos del médico, multiplicando lo que me
había cobrado a mí por una jornada completa con turnos de cinco minutos. Ahora,
además del dolor de espaldas, me hervía la sangre. Aunque sabía que la ira no
me iba a servir, no lo podía evitar, y estuve todo un día dominado por un ruido
interno que no me dejaba ni pensar ni concentrarme en mis cosas. Eso es lo que
conté en el café a mis amigos el domingo, para desahogarme y para lastimar la
reputación del médico. No podía entender cómo seguía atendiendo una clientela
tan nutrida. Mis amigos no lo tomaron muy en serio. Destacaron casos de éxito de
ese médico en conocidos nuestros. Aunque, claro, la curación no estuviera
garantizada para todos. Era posible que muchos optimistas se sugestionaran y
encontraran satisfactoria la experiencia, por más que no tuvieran resultados
tangibles. O que quienes se sintieran decepcionados no lo comentaran para no
pasar por tontos, dados los elevados honorarios que habían pagado. Y aquellos
que, como yo, se quejaban con furia, eran tomados por insatisfechos crónicos,
personas irritables y paranoicas, exageradas. Es decir, no eran tenidos en
cuenta: la conversación me demostraba que mi punto de vista no importaba, se lo
tomaban con gracia. Mis amigos celebraron la genialidad del médico: concluyeron
que su reputación y negocio estaban asegurados. Este enfoque no me devolvió la
plata ni me curó el dolor de espalda, pero me calmó. Con el correr de los
minutos, pude ir viendo desde afuera mi bronca, cómo se desvanecía. Me quedaba
el descontento por no poder evitar ese día de furia.
Volví
a casa, más relajado. Es raro que un domingo esté de buen humor, pero cuando
pasa no pregunto, acepto. Hace rato que no me planteo por qué de golpe me
siento tan a gusto, como si todo encajara: lo contrario de los remolinos de la
ira. Ese día ni siquiera barrí el patio, dejé que los platos del desayuno se
queden mansos en la mesa, sin levantar, con las migas desbordando hasta el
individual. No le pasé el trapo al círculo mojado de café con leche que dejó la
base de una taza sobre el vidrio de la mesa. El orden podía esperar. Fui a
buscar un vaso de agua a la cocina. Encontré, sobre la mesada, la punta pequeña
que se le recorta a un sachet cuando se abre. Es típico de mi hija, no tirar
esa punta a la basura, dejarlo tirado, como si por su tamaño no existiera. Es
el único de los desórdenes de mi hija que no me molesta, creo. Ni ese día, ni
nunca, a diferencia de las zapatillas tiradas o la mochila del colegio en el
sillón. Pero las puntas del sachet no me molestan. Tan tranquilo estaba que
pude pensar en eso. Qué curioso, pensé ¿Por qué no me molestará? No lo concibo,
no tiene sentido: es el tipo de cosas que deberían fastidiarme. Y mucho. Odio
esto de no entender mis enojos. Me vuelve loco.