Llegué al cumpleaños un poco tarde,
y mientras buscaba entre los sanguchitos de miga que habían quedado y me acomodaba,
anunciaron la piñata. Tuve que acercarme a ver el rito porque quien cumplía
años era mi hijo, un pequeño batman de poliéster con el pelo pegado a la frente por la
transpiración. Sostuve el cubo lleno de dulces –las piñatas ya no son globos grandes, sino
una caja de cartón envuelta en papel de batman de donde sale un piolín que al
tirarlo descarga su panza de caramelos. Hechas las fotos de ocasión, y con mi
pequeño batman ya demasiado ansioso, le permití tirar del piolín, un momento
crucial. La caja piñata se despanzurró en golosinas y papeles de colores.
Inmediatamente todos los niños allí reunidos comenzaron a juntar lo que podían
en una lucha desigual: algunos eran más grandes y tenían más fuerza y
experiencia y bolsillos, una niña llevaba una bolsa para acumular su botín, un
niño que apenas gateaba era asistido por su mamá para lograr algo. Mi pequeño
batman, pasado el primer estupor de ser el maestro de ceremonias, se agachó y
apenas pudo agarrar algunos caramelos en sus pequeñas manos que enseguida se
colmaron y no le permitieron seguir con la alocada búsqueda que todavía duró un
rato entre forcejeos y rastrillajes bajo los pies de los menos hábiles. Una
maravilla presenciar ese rito donde la civilidad está en suspenso y se parece
mucho a la civilidad en suspenso de toda la infancia y la vida adulta. Mi hijo
lloraba y no podía creer que siendo su cumpleaños resultara tan desfavorecido. Yo
no podía decirle lo que pensaba, que los caramelos no se merecen, sino que se
agarran. Entonces mi hermana comenzó a quejarse en voz alta de la injusticia,
de la desigualdad de condiciones entre niños de distinta edad y fuerza. Tampoco
le pude decir a mi hermana lo que pensaba, que nunca hay igualdad de fuerza.
Entonces traté de consolarla diciendo que era sólo un juego. Pero es un juego
horrible. Un juego donde aprenden a buscar y ceder y aceptar y lamentar.
Mientras me demoraba con mi hermana, le tuve que decir que se dejara de
planteos, que quien necesitaba consuelo era mi batman, no ella. Entonces vi que
mi pequeño ya no lloraba a los gritos porque algunas madres caritativas,
sacando del botín de sus propios hijos, ahora lo colmaban de dulces y mi hijo
todavía respiraba entrecortado porque la emoción le duraba o porque todavía
tenía que representar el papel del batman ofendido. Hasta el Minion amarillo –hijo
del vecino- se presentó voluntariamente a compartir su valiosa pesca. Bien por
el minion. Entonces vi que el juego de la piñata todavía seguía y que mi batman
tenía sus recursos para hacerse un tesoro de golosinas incluso después de la
batalla. Después vi a mi hija, un pequeño marcianito –por la cara digo, no es
que ella estuviera también disfrazada- totalmente feliz con un solo caramelo
que había capturado y que no podía abrir. Claro, ella es muy chica todavía y le
falta todavía aprender estrategias para agarrar caramelos y le falta
convencerse de la importancia de agarrar muchos.
Después vino la torta y las fotos y
enseguida batman volvió con su bicicleta nueva y fui a ver cómo pedaleaba y le
pregunté si estaba contento y si le gustaba el regalo y el cumpleaños y dijo
que sí, estaba contento, que le gustaba mucho la bicicleta, pero que el minion
le dijo que el cumpleaños era un poco aburrido. Maldito minion, qué maldad. Me
hizo reír un poco, me lo imaginé diciéndole en el momento justo a batman que el
cumpleaños era aburrido. Le dije a mi hijo que eso no tenía importancia. No sé
si habrá aprendido algo de la piñata o de la maldad de los niños. Yo aprendí
que si llegás tarde, los sanguchitos de miga se terminan o se secan. Y tengo
algunas fotos también. No sé lo que será en el futuro, pero hoy fue batman.
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