28/2/18

La piñata

            Llegué al cumpleaños un poco tarde, y mientras buscaba entre los sanguchitos de miga que habían quedado y me acomodaba, anunciaron la piñata. Tuve que acercarme a ver el rito porque quien cumplía años era mi hijo, un pequeño batman de poliéster con el pelo pegado a la frente por la transpiración. Sostuve el cubo lleno de dulces –las piñatas ya no son globos grandes, sino una caja de cartón envuelta en papel de batman de donde sale un piolín que al tirarlo descarga su panza de caramelos. Hechas las fotos de ocasión, y con mi pequeño batman ya demasiado ansioso, le permití tirar del piolín, un momento crucial. La caja piñata se despanzurró en golosinas y papeles de colores. Inmediatamente todos los niños allí reunidos comenzaron a juntar lo que podían en una lucha desigual: algunos eran más grandes y tenían más fuerza y experiencia y bolsillos, una niña llevaba una bolsa para acumular su botín, un niño que apenas gateaba era asistido por su mamá para lograr algo. Mi pequeño batman, pasado el primer estupor de ser el maestro de ceremonias, se agachó y apenas pudo agarrar algunos caramelos en sus pequeñas manos que enseguida se colmaron y no le permitieron seguir con la alocada búsqueda que todavía duró un rato entre forcejeos y rastrillajes bajo los pies de los menos hábiles. Una maravilla presenciar ese rito donde la civilidad está en suspenso y se parece mucho a la civilidad en suspenso de toda la infancia y la vida adulta. Mi hijo lloraba y no podía creer que siendo su cumpleaños resultara tan desfavorecido. Yo no podía decirle lo que pensaba, que los caramelos no se merecen, sino que se agarran. Entonces mi hermana comenzó a quejarse en voz alta de la injusticia, de la desigualdad de condiciones entre niños de distinta edad y fuerza. Tampoco le pude decir a mi hermana lo que pensaba, que nunca hay igualdad de fuerza. Entonces traté de consolarla diciendo que era sólo un juego. Pero es un juego horrible. Un juego donde aprenden a buscar y ceder y aceptar y lamentar. Mientras me demoraba con mi hermana, le tuve que decir que se dejara de planteos, que quien necesitaba consuelo era mi batman, no ella. Entonces vi que mi pequeño ya no lloraba a los gritos porque algunas madres caritativas, sacando del botín de sus propios hijos, ahora lo colmaban de dulces y mi hijo todavía respiraba entrecortado porque la emoción le duraba o porque todavía tenía que representar el papel del batman ofendido. Hasta el Minion amarillo –hijo del vecino- se presentó voluntariamente a compartir su valiosa pesca. Bien por el minion. Entonces vi que el juego de la piñata todavía seguía y que mi batman tenía sus recursos para hacerse un tesoro de golosinas incluso después de la batalla. Después vi a mi hija, un pequeño marcianito –por la cara digo, no es que ella estuviera también disfrazada- totalmente feliz con un solo caramelo que había capturado y que no podía abrir. Claro, ella es muy chica todavía y le falta todavía aprender estrategias para agarrar caramelos y le falta convencerse de la importancia de agarrar muchos.

            Después vino la torta y las fotos y enseguida batman volvió con su bicicleta nueva y fui a ver cómo pedaleaba y le pregunté si estaba contento y si le gustaba el regalo y el cumpleaños y dijo que sí, estaba contento, que le gustaba mucho la bicicleta, pero que el minion le dijo que el cumpleaños era un poco aburrido. Maldito minion, qué maldad. Me hizo reír un poco, me lo imaginé diciéndole en el momento justo a batman que el cumpleaños era aburrido. Le dije a mi hijo que eso no tenía importancia. No sé si habrá aprendido algo de la piñata o de la maldad de los niños. Yo aprendí que si llegás tarde, los sanguchitos de miga se terminan o se secan. Y tengo algunas fotos también. No sé lo que será en el futuro, pero hoy fue batman.

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