28/12/18

Anatomía de lo obvio. Un cuento navideño.



“Ese residuo indeleble de apariencia, en el que nada aparece, ese vestido que ningún cuerpo puede ya ponerse, es la desnudez humana. Ella es la que queda cuando se le quita el velo a la belleza. Es sublime porque, como dice Kant, la imposibilidad de presentar sensiblemente la idea se invierte, en cierto punto, en una presentación de orden superior, en la que es presentada, por así decirlo, la presentación misma; de tal modo, en la desnudez sin velos, la apariencia viene ella misma a la apariencia y se muestra, de este modo, infinitamente inaparente, infinitamente carente de secreto. Es decir, sublime es la apariencia en cuanto exhibe su vacuidad y, en esa exhibición, deja acontecer lo inaparente.”
Desnudez, Giorgio Agamben

               Las fiestas de fin de año siempre movilizan e inquietan por varias razones que ya conocemos, los que ya no están (entre ellos la infancia), la melancolía, la irreversibilidad del tiempo y demás. Que me movilicen me genera una inquietud de segundo grado: significa que me estoy poniendo viejo.
               Reinaldo Arenas cuenta que el primer sabor que recuerda es el de chupar tierra. Aclara que no es realismo mágico, sino que efectivamente comía tierra a falta de otra cosa. De esto me acordé cuando vi que salía agua de la pared de la cocina. No soñé que me ahogaba, no tuve una imagen producida por el síndrome de abstinencia, no imaginé una metáfora de hundimiento. Simplemente había un charco en el piso, corrí la mesa y, como un milagro navideño, el agua brotaba de la pared blanca y lisa. Como todos los hechos extraordinarios y las alucinaciones, tenía algo de decepcionante: no era un manantial mágico, sino que la pared estaba mojada y un poco más oscura y a la altura del zócalo gris se veían hilitos de agua cayendo al piso en damero, donde sí, más visible, el charco transparente crecía y se dispersaba. Así imagino la física cuántica, la materia atravesando la materia, pero esto sólo explica mi ignorancia sobre el tema, que supongo inimaginable.
               Busqué llaves de paso para cortar el flujo, indicios del origen de la falla detrás de la pared. No pude arreglarlo, y no me quedó otra solución que esperar un plomero que me atendiera, o sea, cuando pasara la Navidad. Dos días para hacer símbolo ese lugar común: me ahogo en un vaso de agua, se quiebra el dique de contención, me tapa el agua. Esperé alguna fiebre delirante, un escenario de inundación doméstica. Nada.
Empiezo digresión. Me acuerdo ahora de mi amigo Rufino de 4 años que, a principios de diciembre, en la orilla de un lago, me pidió que lo ayudara a llevar arena de la playa al agua para emparejar. Ya no sé si quiso mi asistencia porque adivinaba la dificultad de la tarea o simplemente quería compartir ese momento. Qué se yo, ya estoy viciado por los años. Por suerte me hice el distraído y no tuve que enseñarle con esfuerzo a apreciar de manera sensible el concepto de inmensidad. Me olvidé del tema hasta ahora, que envidio su imaginación y voluntad que a mí me faltaron para enfrentar con aplomo la pérdida de agua en mi cocina. Fin de la digresión.
               Vino el plomero y empezó a picar la pared donde parecía que estaba el problema, a juzgar por el agua y por la altura de la llave del termotanque al final de la pared. Hay algo de fascinante en el desnudamiento de los caños, la expectativa de abrir una pared lisa a su misterio interior. Los caños aparecían de a poco, como en un trabajo arqueológico, hasta que quedaron expuestos. El agua corría ahora sucia por el ladrillo picado y tomaba ese color terroso del río. Hay una novela de Faulkner que habla de una inundación del Misisipi sobre los campos y en la fuga en botes los campesinos sienten que están remando en chocolate. Descubrimos que el problema era del vecino y, si romper la pared había sido para algo, era sólo para ver que los caños estaban bien. Me alegró saberlo, pero me quedé con esa amargura de cuando el detrás de las cosas decepciona.
               Cuando en el departamento de al lado resolvieron la pérdida, vi cómo se terminaba el incidente y se secaba de a poco mi pared y, fuera de Reinaldo Arenas, William Faulkner y mi estado de desasosiego inducido por estas fechas, la pared desnuda exhibía su anatomía muerta absolutamente desprovista de interés.




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