-Y vos,
¿qué tatuaje que te hubieras hecho cuando tenías 18 años te harías ahora?-,
dijo Julián.
Gonzalo recién llegaba a la mesa del fondo del club y, en su carácter de
antropólogo, venía rumiando sus deudas y pensando en cuántas botellas se
habrían tomado ya los demás y engrosarían la cuenta final, cosa que a los demás, con sus lucrativas vidas, no les importaba. Pero la pregunta le
gustó, lo involucró de entrada en esa mesa de los jueves que compartía con sus
amigos del secundario (aunque no todas las semanas ni siempre jueves, pero era
una referencia).
-Más fácil,
¿qué tatuaje de cuando eras pendejo te volverías a hacer?- reformuló Martín.
-Seguro que
es más fácil, no tengo ninguno-, dijo Gonzalo antes de terminar de saludar, ya
sintiéndose parte.
Eran todos hombres y se reunían todavía, liberados de parejas, hijos y
relaciones sociales para hablar con los viejos amigos. Tenían todos entre 38 y
39 años, y en esa mesa aislada se permitían los comentarios que ya habían
quedado incómodos en otros ámbitos.
-Justamente
por eso-, volvió Julián. –Estábamos hablando de los tatuajes, que quedan para
el futuro y uno nunca sabe, pero ahora ya estamos en el futuro de cuando
teníamos veinte. No importa si te los hiciste efectivamente, es un juego, pensar si lo que te hubieras tatuado se mantiene ahora.
Se le rieron en la cara a Julián. Pero el tema estaba claro. Para
Gonzalo hablar de tatuajes o de símbolos urbanos era su trabajo, pero en este
contexto tomaba otro interés. Y un poco de fastidio también. Recordaba por qué
había bautizado con desprecio al grupo: “Los Dinosaurios”. Era un nombre acorde, porque en su
amplitud excedía el machismo específico o la política reaccionaria. Y además
era un nombre aceptado por todos, ya que sugería una agenda de charlas de
conservadurismo extremo, pero a la vez tomaba una distancia irónica.
Hablaron un rato de los tatuajes.
El que se había hecho tal, que seguramente no volvería a hacerlo, o el que se hubiera
hecho tal otro y que ahora se felicitaba por no haberse hecho. Daba gusto hablar de
cómo eran ellos hacía veinte años, cómo habían cambiado o cómo se habían mantenido en
el capricho de su personalidad, le daba identidad al grupo. Por supuesto, se veían también entre ellos en otras circunstancias, pero Los
Dinosaurios sólo funcionaban en esta modalidad de reunión de hombres solos en principio los jueves, y tenían una dinámica particular.
Terminaron las entradas y
pidieron los platos, en su mayoría carne, o pasta con carne.
-Pensar que
como ahora no se le puede pegar a los hijos porque está mal visto, dentro de un
tiempo no vamos a poder comer carne, por los animales y el tema del maltrato y
la ecología y el consumo responsable,- dijo Martín.
Gonzalo se quedó pensando,
bastante callado, tomando un poco de más por el tiempo libre que le daba a su
boca. Si bien Martín era efectivamente un dinosaurio y se sentía atacado por la
oleada de cambios sociales, no perdía el sentido del humor y lanzaba
comentarios ampulosos para hacerle el juego al estereotipo del grupo. A veces
Gonzalo pensaba que Martín tenía una inteligencia respetable.
-Es un buen
punto. Dentro de unos años va a estar tan mal visto que vamos a tener que negar
que nosotros comíamos carne-, sumó Gonzalo.
-Y vamos a
tener que borrar las fotos de asados, que son un 90%-, dijo alguien más, pudo
ser Fernando.
-Asados con
cara de campeón, exhibiendo la carne cruda como un trofeo. Como cuando ahora
vemos a un tipo jactándose de ser un machirulo-, dijo Julián, todavía masticando. –Fotos que van a
usar los indignados para atacar a Los Dinosaurios de este mundo.
Todos charlaban pero Gonzalo empezó a sentir como una revelación. El vino lo ablandaba y lo
dejaba reposar en el tema, ajeno a sus conflictos vocacionales y económicos. La conversación y la
comida seguían su curso con comentarios un poco redundantes, variantes ligeras,
comparaciones y metáforas sobre lo que siempre estuvo mal, lo que estaba mal
ahora y lo que estaría mal en un futuro quizás cercano.
-Hay que
cortar la ola vegana antes que crezca-, siguió Martín en ese tono que a veces
tanto desagradaba a Gonzalo.
-Mejor: hay
que comer la mayor cantidad de carne mientras se pueda-, resolvió Julián, y
Gonzalo llegó a escuchar este comentario justo antes de salir con Fernando a
fumar un poco de porro a la vereda. El tema de verdad le parecía un
descubrimiento, más allá del sarcasmo general. Parecía un poco distraído,
Fernando le tuvo que llamar la atención para que vuelva con él a tomar el café
adentro:
-Te pegó
fuerte, viejo, estás ido-, le dijo. Gozalo sonrió, pero seguía pensando.
Una vez que esté tan mal visto, que esté prohibido o que sea un escándalo comprar carne, se va a armar un
mercado negro para los que no quieren dejar de consumir, pensó. Para él sería fácil vender: conocía pequeños productores que no cambiarían nunca su actividad, conocía una cartera hipotética de consumidores ilegales, empezando por Los Dinosaurios.
Mientras tomaban el café, el buen ánimo general hizo pedir una ronda de bebidas más fuertes. Gonzalo estaba cada vez más embelesado con la idea de la gran oportunidad que representaba una imaginaria pero cercana "Prohibición de la Carne". Pensaba en los bares neoyorquinos de la época de la Ley Seca, donde servían el licor en tazas de cerámica para disimular: imaginaba ahora gente comiendo carne como un placer pecaminoso y lucrativo. Se sentía entusiasmado, lascivo. Cuando Fernando quiso pedir la cuenta para ir a dormir porque al otro día se trabajaba desde temprano, Gonzalo retomó la palabra, eufórico:
-Dejen, queridos. Hoy invito yo.
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