28/7/11

Sobre un cuento chino

¡Dale! ¡Mandate otro whisky!
¡Total la guadaña
nos va a hacer sonar!

Whisky, Héctor Marcó, 1951


Belisario Gutiérrez, estanciero de Capitán Sarmiento, educado en los números de las aulas y en la rudeza del campo, era un hábil administrador. Durante la época de la agricultura transgénica, aunque pertenecía a una familia de siete generaciones de criadores de ganado, no vaciló en vender todas las cabezas para volcarse al cultivo de la soja en sus dominios.

Una lluviosa tarde de octubre de 2008, escuchó desde su gabinete un grito sobrenatural. Salió disparado, atrvesó el mobiliario antiguo de la sala, bajó corriendo las escaleras del casco señorial y salió a toda velocidad en su camioneta por el camino de la alameda. Giró en el viejo establo en ruinas, bordeó el estanque verde y se lanzó a la ruta.

Mientras escapaba, vio por el espejo retrovisor que unas figuras monstruosas lo perseguían. Por más que Belisario aceleraba, las apariciones se acercaron hasta alcanzarlo. Una mujer decapitada que llevaba la cabeza en una mano y un pequeño ataúd en la otra corría a un costado y lo amenazaba. Por el otro lado un muchacho, carbonizado y desfigurado, con las facciones borradas, lo hostigaba. Desde atrás se subió a la caja de la camioneta una niña de ojos hermosos, hinchada y amarilla. De pronto, tuvo que frenar porque en la ruta se interpuso un joven corpuento con una soga al cuello. La lengua le caía hasta el pecho y los ojos colgaban por tallos a la altura de las mejillas.

Oscurecía. Los fantasmas se esfumaron cuando un patrullero que pasaba se detuvo al ver la camioneta estacionada en medio del camino. El policía sabía de la reciente muerte de la hija menor de Belisario a causa de una infección pulmonar. Le sugirió que volviera a la estancia.

Pocos días después, como no había noticias del estanciero, los pobladores de la zona dieron alerta a la comisaría. Una mañana de diciembre, el mismo policía acompañó a Augusto, hijo mayor de Gutiérrez, abogado que residía en la capital, hasta la propiedad de su padre. Allí, ambos vieron un paisaje desolador. En el dormitorio principal yacía decapitada Ortensia Gutiérrez, y a su lado el ataúd embarrado y abierto de su difunta hija de seis años, Lucrecia. El ventanal que daba a la galería estaba abierto, y por el piso en damero desfilaban huellas ensangrentadas de hombre. Desde la escalera de piedra, las huellas embarradas se multiplicaban por el camino hasta el estanque, pasando por el establo quemado. Tuvieron que romper el candado del portón para entrar y ver a César, de diecinueve años, consumido por las llamas. Siguieron hasta el estanque y en un principio no encontraron nada, pero luego vieron que entre el musgo flotaba algo y lo acercaron con un lazo que el abogado hizo con una soga. Era Ofelia, de diez años.

El policía fue al patrullero a informar por radio a la central. Augusto caminó aturdido con la soga en la mano hasta un corral en desuso y se trepó a una vieja manga donde antes revisaban a las vacas. Ató firme un extremo de la soga, pasó el lazo por encima de la rama de un álamo, acomodó su cabeza a través de la horca y se dejó caer. Belisario vio todo esto con delectación, escondido detrás de los álamos. Se sentó a la sombra, bebió un poderoso herbicida mezclado con whisky, y miró un rato el tapiz puntilloso de la soja que se extendía a lo lejos, por las tenues lomadas, y estaba dando sus primeros brotes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encantó Camel!