28/8/11

La noche mutilada

1.

En la puerta, el deseo se tensó y exudó por sus manos. Sus pupilas miopes buscaron en el tablero la posición correspondiente y, a la presión de su dedo, el pezón 4°C emitió un suspiro eléctrico dentro de la pared. La respuesta se hizo esperar un poco, y la vista recorrió dudosa las coordenadas del tablero. Por fin su yema insistió y lo atendió una voz imantada que a su ansiedad le sonó deliciosa y amenazante. La garganta se preparó con una mínima tos, un carraspeo, y soltó un tímido Carlos que la voz del parlante simuló no comprender o no esperar, por lo que sus labios debieron repetirlo tres veces, casi hasta el grito, casi hasta besar la chapa del tablero que olía a pasamanos.

Otra vez su dedo presionaba un botón frente a la puerta del ascensor, y la cabina iluminada se acercó, envuelta en un sonido de engranaje oculto, desde un piso alto, entre las rejas antiguas enroscadas por la escalera. Pero de un solo golpe el sonido mecánico y la iluminación se apagaron. La antesala del encuentro quedó en una penumbra interrumpida por el haz de luz que entraba desde la calle, a través del vidrio. La misma voz, esta vez enronquecida por el grito y no por el imán del timbre, advirtió desde la oscuridad que no había corriente eléctrica, y dijo:

-A ver si ponés esos piecitos en la escalera.

La impaciencia recorrió el tramo entre la puerta de calle y la del departamento del siguiente modo: a saltos de a dos escalones hasta el cuarto rellano, y a pasos tranquilos y galantes por el piso que conducía a la puerta entornada.

2.

La boca le buscó los labios, el cuello. Las manos palpaban un complejo gancho de corpiño inviolable, adivinaban cómo desbaratar la traba del cinturón, en vano forcejeaban contra el botón del jean. La fluidez de la escena se interrumpió: los besos mecánicos y la respiración agitada cesaron para que las manos trabajaran en silenciosa serenidad. Una risita dulce le rozó el orgullo irritado y comenzó a maldecir metalmente la oscuridad. Una mano suave le empujó el pecho hasta que la espalda sintió el colchón. Después, sólo el sonido entrecortado de una respiración trabajosa, la oscuridad expectante. Enseguida, cerca de su oído derecho, la explosión de una hebilla contra el piso le despejó el pantalón de las piernas.

Las manos sucias acariciaron la curvatura de la espalda hacia arriba, se sumergieron debajo de los bucles hasta los hombros, no, los omóplatos, y volvieron a recorrer la espalda hacia abajo, más corta, y entre las piernas algo parecido a una axila. Los dedos se detuvieron y los brazos recularon. Las piernas intentaron enredarse con las piernas, y debajo de una rodilla, el resto de la extremidad inhallable, y de vuelta atrás a lo que tal vez fuera un pie muy pequeño y redondo. Sus brazos abrazaron entonces el torso, tal vez la cintura, terreno seguro por donde empezar de nuevo, pero otra vez hería la dulce voz entrecortada:

-Me estás ahorcando.

Otra vez las extremidades quietas y blandas a la espera y el sexo ahora con una sensación húmeda y caliente y enseguida una pura oscuridad y poco después la fricción entre el aire y el agua. Y los brazos de nuevo alborotados recorrieron la inmensa espalda, la curvatura de una cabeza pelada y cilíndrica y una nariz llena de dedos.

Y el encuentro siguió y podría resumirse del siguiente modo: exactamente como hacer el amor con el Guernica.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajaja
enfermo
por un momento pense que era sexo con una computadora...
que buena idea, sexo con una computadora...
voy a escribir sobre eso...