Pequeño discurso apócrifo a los cirujanos
plásticos.
Por Paul Valéry*
Permítase hablar, en este congreso de artistas
de la medicina, desde esta conferencia dudosa, a este humilde profano, a este
admirador del oficio de los presentes, que no podría acercar un bisturí a un
cuerpo femenino sin incurrir en un crimen pasional. Concédase a este hombre de
letras acercar algunas peregrinas reflexiones acerca de la labor del cirujano.
He dicho que
son artistas de la medicina en el más elevado de los sentidos, puesto que
también son, en la hibridación de su hacer, médicos del moldeado humano,
sanadores del doloroso síntoma de la vanidad irritada.
Pero
si son moldeadores, ¿a qué azaroso molde consagran sus intervenciones
punzantes?, ¿qué misterioso designio guía el pulso firme hacia un ideal de
belleza, de juventud? El primer problema, el del ideal, pero acaso no el mayor.
¿Esculpen los cirujanos a pedido la
nariz de tal actriz, el mentón de las modelos jóvenes, los mismos pechos
exactos de la recepcionista de la clínica? No todos los cuerpos comulgan con
todos los atributos, no todas las combinaciones fragmentarias son felices. La
consideración del cuerpo original del que disponen es la condición de su arte.
La materia con la que cuentan no es tabula rasa. No se enfrentan a los
tormentos de la página en blanco, al mutismo de la sinfonía que no se deja
componer. Piensen ustedes en la materia del cirujano, que está dada y entra en
el juego de tensiones de los deseos y las posibilidades. Qué
deliciosos desafíos, desde la primera consulta, se le presentan al cirujano
celoso de su valor, qué esfuerzo del espíritu oponer mentalmente la presencia
del paciente a un resultado satisfactorio, qué encrucijada del oficio elegir
entre las soluciones posibles.
Un atributo comparten el cirujano
plástico y el poeta que se impone a sí mismo las rigurosas leyes de la métrica.
En esa íntima relación con su materia, sea la cesura quirúrgica, sea la
versificación escandida, la dificultad no es un obstáculo exterior a la
planificación, es parte medular del proyecto, interviene como impulso de
posibilidades realizables, restringe dentro de los límites de lo operable.
Me represento el consultorio
límpido, la luz blanca que borra las sombras del cuerpo a intervenir, la
sustancia de la cirugía. El cirujano evalúa posibilidades, dispone con una
línea punteada sobre la piel su resolución final. Un corte aquí donde el
paciente ve un defecto, un implante de silicona y la sutura final; allí otro
corte donde se sufre un exceso, esta vez para limar un tabique pronunciado. El
arte más sensual tiende al espíritu, el artista que seduce opera con un mínimo
de materia para obtener un máximo de espíritu en la obra. Una nota
suelta, una melodía, son las unidades de acción del músico; una ceja, una teta,
todo un pómulo, las del artista médico. Imagino a un eximio cirujano que,
enterado del verdadero meollo de su tarea, operara directamente la vanidad de
su paciente –si fuera posible pensarlo, sin siquiera tocar el bisturí-,
de tal modo que consiguiera que la propia gracia de su paciente –que no es otra
cosa la dimensión temporal de la belleza- restituyera por sí misma la
hermosura –que no es otra cosa que la dimensión espacial de la belleza.
En todas las artes, el ideal de simpleza requiere una resistencia constante a
los caminos fáciles, implica una disciplina del obstáculo, una estética de la
dificultad. La cirugía plástica no se sustrae a esta ley.
Tampoco está exenta de ciertas
corrientes, de alguna polémica. Todas las artes tienen distintas escuelas,
programas estéticos, pruritos, modas. En la cirugía del parecer, vemos de un
lado a los apóstoles de la naturalidad, quienes pregonan la mano invisible del
cirujano. Para ellos el cenit del oficio consiste en recomponer en el cuerpo un
gesto que el tiempo ha abandonado, enderezar cierta negligencia genética de la
anatomía, infundir redondeces allí donde la Naturaleza, en su desenvolvimiento
infinito, ha tenido un mal día; crear la ilusión, a fin de cuentas, de
necesidad. Del otro lado, los propagandistas del artificio, quienes gustan ver
en las obras la mano del cirujano, las insinuaciones de los procedimientos
quirúrgicos; quienes, aunque la Naturaleza fuera ecuánime y constante con los
cuerpos, desearían algo adicional, una intervención de las combinaciones posibles
que resultara en algo creado, caprichoso: un rostro de simetría mecánica aquí,
unas nalgas voluptuosamente disfuncionales allí.
Quisiera aventurar ciertas
correspondencias entre el arte gastronómico y el arte del médico plástico. En
tales relaciones de simetría y oposición me entretenía ayer en el comedor de
este magnífico hotel, mientras aguardaba mi turno. ¿Las frituras saladas,
grasosas, no reclaman una íntima correspondencia con las jóvenes promotoras de
los autódromos, aquellas que acuden al consultorio para exigir un cuerpo
proteico, voluminoso, desbalanceado quizás, pero abundante a la sazón del gusto
popular? ¿Y, por el contrario, no se detuvieron ustedes en las delicias gourmet,
donde el equilibrio de tenues sabores exquisitos recuerda el refinamiento, la
mesura que reclama del cirujano una aristócrata madura?
Todas las corrientes son válidas.
Más aún: cada cirujano trabaja con su propio programa, sus propias
dificultades, y hay que alegrarse. El antagonismo entre naturaleza y artificio
se nos ofrece como simplificación de los rumbos que el cirujano puede
transitar. Llevadas a sus últimas consecuencias, las corrientes conducen a
problemas insolubles. Unos, adeptos al principio natural, embarcados en la
empresa improbable no ya de perseguir, sino siquiera de definir la Naturaleza;
enfrentados en su oficio a la siguiente antinomia: si la Naturaleza es el
ideal, la intromisión del artesano no puede, no debe embellecer. Otros, adictos
al artificio, impotentes ante la infinidad de combinaciones que ofrece: si
caminamos en un desierto que se derrama sin fin hacia todos los puntos
cardinales, elegir una dirección es insignificante, o peor, es fatal; una
leyenda oída en estos días ilustra de algún modo la cuestión.
El mejor cirujano de Sudamérica
prestaba sus servicios a una dama de mundo, rica para afrontar sus caprichos,
educada para discernir el valor tanto del conjunto como del detalle, valiente
para imponerse en el cuerpo las audacias que reclamaba de este artista. Cierta
vez llegó al consultorio para proponerle al cirujano un desafío sin par:
realizarle una operación inédita y compleja, con motivo libre; ella no
preguntaría nada hasta despertar de la anestesia y ver los resultados. Sólo
reclamaba creatividad, talento y trabajo. La confianza era absoluta. El
cirujano aceptó la propuesta sin dudarlo. Planeó su obra no sin cavilaciones
interminables. Modeló finalmente el cuerpo de la dama. En un singular homenaje
a Picasso, el alquimista del bisturí le rebatió los planos del rostro hasta
lograr todos los puntos de vista posibles de la cara, desde todos los
puntos de vista singulares de un observador en ciento ochenta grados.
Además, revistió toda su piel con una pigmentación azul. La dama estuvo
encantada con la obra, su rostro y su piel, y se mostró por los salones
europeos, los palacios orientales. Pero a los pocos meses, volvió con una
urgencia a la clínica, ya que se había arruinado el rostro con una plancha
caliente. A la pregunta desconcertada del cirujano, la mujer magullada le
respondió: “La obra era excelente, pero yo soy mujer, y debo conservar a mi
discreción qué perfil deseo mostrar”.
Veamos
el futuro. O más acá, veamos el presente. Con el desarrollo de las redes
sociales, verdadera conquista de la ubicuidad, el cuerpo vivo, el rostro
inmediato ya no son condición de expresión. Vemos que un cuerpo se ofrece como
obra en fotografías, videos, textos, sonidos, en fin, todo el andamiaje que con
acierto se ha denominado multimedia. Parecería que en este desarrollo la
cirugía plástica tradicional, subyugada por los pesares de lo concreto, cedería
todo el terreno a la virtualidad. Pero no es así. La política del espíritu
sigue otras leyes que la de la materia. La acumulación espiritual lucha en un
terreno no geométrico, o no euclidiano, al menos. ¿Cuántos médicos de la
cultura, hace ya tiempo, diagnosticaron la fase terminal de las artes
tradicionales? ¿No se hablaba, con cierta ingenuidad, de la migración de
soportes, de la metamorfosis de la técnica, del fin de la pintura con la
fotografía? Fallaron su pronóstico.
Por último,
quisiera señalar la resignificación que el oficio de los cirujanos plásticos
operó sobre el bisturí y su corte, sobre la herramienta –el pincel filoso- y su
uso en la materia –la carne blanda. Para ilustrarlo, quisiera oponer los términos
de puñalada e incisión, cicatriz y sutura; términos elocuentes consagrados por
el uso. Los unos en el ámbito del daño, los otros en el de la sanación, aunque
todos con esa connotación de cuerpo frágil que requiere para la acción
presencia de ánimo, tanto por parte de los artistas del asesinato como de los
de la cirugía plástica.
En un
principio hice referencia al corte de bisturí como crimen. Antiguamente, los
tangos hablaban de puñalada para referirse a un daño que ejercía un
compadrito perturbado a una mujer. Quien realizaba la acción buscaba librarse
de un escenario que lo mortificaba, pero sólo lograba herir o matar a la mujer,
que en sintaxis ocuparía la función de paciente o, sarcásticamente para este
caso, beneficiario. Existe también, en el arte y en la vida, la puñalada
destinada a herir la belleza. ¿Habrán imaginado nuestros más delirantes
letristas que un bisturí vendría a reparar una herida de la vanidad? Pero esas
son paradojas de las letras.
* Nombre con el que se presentó el
conferenciante en el Congreso Hispanoamericano de Cirugía Plástica, Miami,
2007. Omitido en la edición de Jean Hytier de las Œuvres, Bibliothèque
de la Pléiade, Gallimard.
1 comentario:
Muy bueno esteta.
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