Buenos Aires, 17 de octubre de 1950
Estimado Pierre:
No
tiene mayor importancia que le refiera en estas líneas el oprobio al que desde
hace algunos años me someten las tangibles directivas del poder, y que no soy
el mismo que redactó su necrológica, no desprovista de humor –usted mismo la
celebró-, antes de la seriedad de la guerra. He abandonado también mi
fascinación por las orillas de mi ciudad, puesto que lo que antes me resultaba
mítico ahora me inspira una funesta melancolía. Pero quisiera contarle que
encuentro refugio en los etéreos dominios literarios. En estos días me hallaba
redactando unos textos que expresan mi gratitud a esos ídolos que me protegen,
cuando en una lectura circunstancial reparé en un descubrimiento digno de la
más artificiosa fantasía.
Resulta que leí unas líneas de
finales del siglo XIX de Marcel Schwob que reproducían, palabra por palabra,
aquello que había escrito yo la semana pasada. Vea Pierre que, a diferencia de
su monumental proyecto, yo jamás me propuse imitar, mucho menos plagiar ¿Creerá
usted que perdí el juicio si le digo que Monsieur Schwob me ha plagiado antes
que yo naciera? En mi defensa, las mismas palabras de Schwob, o las mías, me
justifican. Cito el fragmento de la copia del manuscrito que me enviaron de la Biblioteca
de Nantes, idéntico al fragmento que yo mismo garabateé en mi cuaderno y al que
me veo obligado a quemar:
“Cyprien se quedó así satisfecho,
durante una temporada, por su singularidad. Pero a medida que leía poesía, fue
encontrándose aquí y allá con algunos de sus pensamientos, de sus frases e
incluso de sus excentricidades más osadas, escritos hacía tiempo. Tanto que,
finalmente, consideró que escribir siempre era imitar, aun sin saberlo.”
Le
aseguro que dudé antes de molestarlo en su reclusión, pero sinceramente no
tengo nadie más en quien confiar, salvo contados amigos cuya frecuentación
cotidiana quizás les impida evaluar el suceso con la ecuanimidad de la
distancia. Sepa comprender las molestias que le ocasiona este humilde amigo que
aprovecha la ocasión para saludarlo con afecto.
JLB.
Nîmes, 29 de febrero de 1951
Estimado Jorge:
Le
ruego disculpas por la demora en la respuesta a su siempre lúcida epístola.
Sabrá comprender que la titánica empresa que me he impuesto me produce fatigas
indecibles y atenta contra mis relaciones mundanas. Debo reconocerle que
hubiera dilatado aún más estas líneas de no haber conocido ayer a un hombre
singular. Sus cualidades morales, sus laberintos intelectuales se ajustan a la
curiosidad que yo tanto le admiro a usted, y responden de alguna manera a sus
inquietudes. Por este motivo tomé mi pluma sin dilación y apunto ahora estas
relaciones desordenadas.
Quisiera
participarlo de la existencia de este personaje que seguramente ya estaba
prefigurado en su preclara imaginación. Se trata de un editor parisino,
Monsieur Edmond Teste, quien me reveló su ambicioso plan. La inmediata
confidencia se debió a una afinidad electiva que selló nuestra amistad por
misteriosos designios. Yo también, por mi parte, le referí mi intención de
escribir el Quijote. Este Monsieur Teste tiene la peregrina idea de que lo que
se conoce como un ser superior es un ser que se ha engañado. “Para que asombre
hace falta verle –me dijo-; y para que se le vea hace falta que se muestre. Y
lo que me muestra es que la estúpida manía de su nombre le posee”. Mientras lo
escuchaba lo acompañé por su derrotero lógico, y por mi entusiasmo inflamado no
pude contener una observación muy fácil: la inducción reclamaba que los grandes
talentos de este mundo fueran secretos. En efecto, asintió: “He soñado entonces
que las cabezas más fuertes, los inventores más sagaces, los más precisos
conocedores del pensamiento debían de ser desconocidos, avaros, hombres que
mueren sin confesar”. Hasta aquí, su particularidad no sobresalía de cualquier
ingenioso invitado a los vendredis de la baronesa de Bacourt. Pero en un
azaroso momento de la ordenada tarde de ayer me confesó la aventura editorial
sin par que rumió su pensamiento durante el ostracismo al que lo obligó la ocupación
alemana.
Como
editor, debía publicar, pero estaba convencido de la futilidad de su esfuerzo.
Creó entonces a un poeta ficticio y lo llamó Paul Valéry y le dio muerte en
1945. Publicó poemas y ensayos con la voz de su invento. Incluso se permitió
una breve composición en la que el escritor ficticio lo creaba a él. Allí
publicó sus estrafalarias ideas –“la estupidez no es mi fuerte”-, como si fuera
un personaje literario, ya que ni siquiera sabiéndolo un error Monsieur Teste
pudo sustraerse a la voluptuosidad de sentirse único. Se dio el lujo también de
engendrarle a su escritor una ascendencia literaria, y con la ayuda de un
falsificador puso en circulación ficticios libros de ficticios autores del
pasado. Así imprimió los improbables nombres de Mallarmé y luego Baudelaire, a
quienes ligó en una incrédula filiación con un inverosímil autor norteamericano
que firmaba con el escueto apellido de Poe. Sobre este americano de la costa
Este, a pesar de mis fundadas sospechas, aseguró que no se trataba de una
invención suya ¿No seremos nosotros mismos, en este laberinto, excedentes
fantásticos de barro y tinta de este demiurgo?
Si,
tal como usted me escribe, su situación es el reverso de la mía, le ofrezco
este nuevo reverso, para que encuentre usted sosiego en la multiplicación de
los espejos. O al menos para que recupere su sentido del humor, y asuma un
consuelo panglossiano –no crea que olvido su interés por Leibniz-: piense que
peor sería este mundo potenciado en sus concavidades.
Aprovecho
la oportunidad para contarle –y esta vez le pido encarecidamente que no lo
publique- que avanzo a pasos lentos pero firmes con la redacción del Quijote.
He finalizado la primera parte. He imaginado y desestimado la secuela de
Avellaneda. He estudiado la lengua arábiga del siglo XVII. Ahora me encuentro
en plena invención del autor Benengeli, cuya traducción inventó al narrador,
que inventó a los duques, que inventaron Barataria. En su agudeza habrá intuido
que sobre este punto me pesan contradicciones políticas que debo resolver.
Con
el afecto de siempre.
Suyo,
Pierre Menard.
Buenos Aires, 4 de marzo de 1951.
Pierre:
Sus
palabras me gratifican en momentos difíciles. Oigo a los niños retornar a las
escuelas, pero un anónimo que se declara admirador mío me envía un nuevo libro
de texto escolar que en páginas coloreadas disciplina a los alumnos en una
obsecuencia lacerante. Pero no quisiera demorarme en estas nimiedades.
Su
relato ha inspirado mi redacción de “Valéry como símbolo”, un nuevo apartado en
mis escritos que ya van tomando la forma de un libro al que llamaré Otras
inquisiciones. En esta breve composición revelo la irrealidad del poeta
francés, pero he tomado el recaudo de disfrazar esta verdad bajo la forma de
una invención intelectual en la cual la figura del autor es signo de poeta
ejemplar creado por su obra.
Aunque,
como a usted le debo sinceridad, le confesaré que dudo de la veracidad de su
carta y sospecho la veracidad de Valéry ¿Acaso usted previó que su relato
atizaría mis dudas?
Le
confieso incluso que dudo de usted, de su existencia real, si no se trata acaso
de una invención mía o de otro confidente muerto que me susurra epístolas.
A
quien sea uno mismo, mi más pura conmiseración,
JLB
No hay comentarios:
Publicar un comentario