28/11/11

Los sueños de la razón también producen monstruos

La noche era estrellada y la luz de la luna cubría con un velo sedoso los médanos, cada uno de los pliegues y repliegues de la arena, cada uno de sus granos. Las dunas se movían, rompían, llegaban a la orilla y se retiraban. En el piso una sombra balbuceaba una y otra vez casi una palabra. Pensó en un molino, en un salvavidas, en su bitácora de viaje, en una mecedora y en la rueca de su abuela materna. Se imaginó en un mar caudaloso e inexorable dirigiéndose a las islas Galápagos en medio de una tormenta. El capitán, un hombre barbudo, bien plantado, de unos cincuenta años, estaba encerrado en su camarote rezando. En una cámara contigua la india que secuestraron resistía a los arrebatos de violencia del ron. Éste la golpeaba incesante con mil brazos al mismo tiempo y la violaba con mil penes diferentes, eyaculándole sobre las piernas, la panza y las tetas. El semen la cubría por completo, como si fuera cera y estuvieran tratando de hacer una replica de ella. Mientras, la muerte tejía y esperaba con templanza el desenlace.
El cuerpo del médico de la tripulación se hallaba colgado de uno de los mástiles de la embarcación, sostenido por una madera a la que habían clavado sus brazos. En una suerte de ritual simbólico, el hambre –con cinismo– había decidido que no había más lugar para la ciencia. Sobre su cuerpo escribieron, con el filo de una navaja, una palabra imposible, irrepetible.
La atmosfera era densa. La sublevación, algo inminente. La tripulación pasaba hambre hace semanas. Las primeras peleas entre borrachos ya se habían desencadenado. Algunos hombres cayeron por la borda. El negro de Costa de Marfil desapareció durante la tormenta, el miércoles de ceniza. Dios les había dado la espalda, ahora pertenecían a la noche y al azar.
Todo era incierto, temible, horrible… pero húmedo, muy, pero muy húmedo.
Agonizante, toma la botella, trata de exprimir sus últimas gotas y fracasa. Enojado la arroja. Una frase que leyó hace mucho tiempo viene a su cabeza “un grano de arena también es el desierto del Sahara”.  
Levanta la vista y ve un sol despiadado, vacío, de acero. Piensa en su familia, en los nombres de sus hermanos y hermanas. Piensa en el día que nunca se disculpó con su padre o el día que golpeó a esa mendiga desconocida. Gira su cabeza y encuentra una botella en el piso sin ningún contenido en su interior. Alguien pasó hace poco por acá. Las huellas se dirigen hacia el interior del desierto. Si alguien pasó es cuestión de horas para que vuelva y me encuentre, pensó. Hay vida… La ilusión deductiva era una creencia, una realidad depurada, destilada. El mito de la razón, un tótem de dimensiones infinitas o un faro en el medio de este océano de arena. Los rayos del sol marcaban las doce sobre su cráneo. Asombrado por la luz, se había quedado sin aliento; había perdido su sombra. La noche y los lugares oscuros –en su interior− eran aún más tenebrosos. Allí todo comenzaba a desdibujarse. No podía creer lo que veía. Un payaso gordo y enorme apareció por el horizonte. Se reía de forma despiadada y no se podía discernir con claridad lo que gritaba. Detrás de éste quince camellos con provisiones y cuatro elefantes africanos –dos por delante y dos por detrás– que formaban un cuadrado, con soldados parados sobre sus lomos. Éstos tenían los brazos en alto y sostenían a un planeta Tierra lleno de agua. A medida que la caravana se acercaba se deformaba y en un mal movimiento se les cayó toda el agua del planeta. Ya nada tenía sentido, estaba todo perdido.
 Trataba de recordar su nombre, su casa, a su mujer, a su familia, y no podía. Intentaba moverse para ver sus manos, para ver mover los dedos de sus pies; quiso recordar algo divertido y reírse, pero sus cuerdas vocales estaban rígidas como el metal. Buscaba un motivo, algo propio, íntimo. Ya no le quedaba nada. Se decía un hombre, pero ya no lo era. No tenían trabajo, ni una casa, ni un auto, ni un horario de oficina de nueve a seis…  Tampoco tenía cuerpo ni energía ni pensamientos. Es más, con el correr del tiempo estaba perdiendo lo último que él creía que le quedaba: la búsqueda de sí mismo. Ya no era otra cosa más que asfixiante e irremediable sed, hasta extinguirse.

1 comentario:

Camel dijo...

petardos, pirotecnia