Leyendo la balzaciana Carne Picada de
Jorge Asís o el reverso de una novela rusa.
Héroe del Whisky, Indio Solari, 1989
Primer epílogo
-Chau
Ramiro, te felicito-, se despedía Hugo el narrador, cansado, frágiles los
cimientos de la esforzada sonrisa, la cámara de fotos colgando en la espalda,
papel picado pegado en las suelas de los zapatos.
Se retiraba Hugo, casi último, en la
puerta me despedí de Rodolfo el escribano, el tío de Ramiro que bancó gran
parte del casamiento, pero sobre todo el que me había pagado el adelanto.
-En
dos semanas están las fotos. Muy buena la fiesta-, lo adulé para dejarle una
sensación agradable, siempre había que asociarse con emociones placenteras si
uno quería trabajar tranquilo y que no le rompieran las pelotas con los plazos
ni con el resultado.
Lo
que pasó después era predecible: Ramiro despierto en el lecho de bodas, la
flamante esposa durmiendo como un bulto oscuro, Ramiro pensando, queriendo
pensar por última vez en lo que había sido, eligiendo entre los sucesos los
hilos, los desvíos y retrocesos que lo habían llevado a esa cama, los resortes
blandos que habían empujado esa historia que Ramiro creía que terminaba esa
noche, la esperanza básica que exige todo trámite para ser, si no soportable,
al menos llevadero.
Días de infancia
A
Ramiro le hubiera gustado llamarse Aquiles, el de los pies ligeros, sobre todo
cuando jugaba en inferiores de Platense. Lo cebaban su padre Rubén y su tío
Rodolfo el escribano, sofocaban al hijo del viento, lo instaban a entrenar duro
para llegar a primera y dejar una huella, todos en el club lo querrían y encima
lo compraría un club grande y le dejaría plata, como a cualquiera que jugaba
bien cinco partidos, el resto Ramiro lo imaginaba solito, los goles, los
campeonatos y después quién te dice la selección, el futuro Marcelo Espina, y
hasta el reconocimiento de la gente en la calle. Pero sus compañeros de
inferiores, que tanto lo admiraran en infantiles por sus apiladas y sus goles,
ya en juveniles, más cerca de la competencia y del lucro del verde césped, sus camaradas
que tanto se odiaban entre ellos y entre sus respectivas familias, a Ramiro no
lo envidiaban ni lo recelaban porque vieran en él una amenaza, a Ramiro en el
equipo lo despreciaban por terco, agarraba la pelota y bajaba la cabeza y
corría atolondrado por el costado, sordo a los reclamos, hasta que
invariablemente la perdía, y entonces sus compañeros y todos los adultos se
descargaban con arteros insultos contra tremendo pelotudo. El propio Evaristo,
el entrenador amigo del tío Rodolfo, vio que semejante necedad ponía en riesgo
su puesto, y como Evaristo no estaba dispuesto a conseguir otro trabajo ni a
preguntarse si podría dedicarse a otra cosa, el mismísimo maestro Evaristo lo
puso en el banco de suplentes en novena, y ya para el inicio de octava le
sugirió a Ramiro que atendiera sus estudios. A la mañana siguiente el seguridad
del club lo paró en la puerta, buscó su apellido en una listita de utilería
berreta y le dijo que estaba afuera del equipo, que se fuera, lo lamento pibe.
Duro golpe de la primera adolescencia, inevitables desazones que curten al niño
valeroso y lo vuelven un poco más adulto, o echan a perder un destino. Es una
exageración del narrador, no se puede arruinar lo que nunca tuvo verdaderas
aspiraciones, una película que nunca prometió, sería más exacto decir que
ciertas tempranas frustraciones certifican la mediocridad de un destino,
contraen las expectativas, acalambran las pretensiones.
Y
Ramiro hizo lo que tenía que hacer en su lugar. Se encerró en la pieza que
compartía con su hermano Luis, por lo que Luis debió dormir retorcido en el
sillón destartalado del pasillo dos noches seguidas, mientras sus padres Rubén
y Mirta digerían la noticia que nunca se atrevieron a sospechar pero que no los
tomó por sorpresa: Ramiro era un espléndido medio pelo de Munro. Ramiro pataleó
y lloró y gritó y moqueó hasta que al tercer día salió el Ramiro taciturno que
es hoy, menos jugado, más pensativo que encarador.
Primer amor
También
le hubiera gustado a Ramiro llamarse Ulises y tener amores y aventuras por el
mundo. Descartada la fantasía trotamundos que le quedaba tan grande como la 8
de Platense, incubó esperanzas de experiencias épicas no ya por mitológicas
islas, apenas por los barrios que veía por la ventana del tren que lo llevaba
al centro a estudiar fotografía. Acaso el menudito Ulises de dieciocho años
veía subir en Florida unas piernas de sirena embutidas al vacío en escamosa
pollerita, y qué le importaba que la pendeja fuera más zorra que la envenenada
Circe, el ahora soñador Ramiro se entregaba a pasiones imaginarias que se
perdían en la multitud de Retiro. Y Ramiro pateaba por el centro, rajaba los
tamangos hasta Perón y Callao, subía las escaleras hasta el semipiso alquilado
del instituto donde el exquisito bohemio, el sabio libidinoso que arrastraba
las palabras en el nicotínico bigote que le cubría el labio, el fálico profesor
de fotografía de las jóvenes artistas ávidas de descubrimientos estéticos, el
eximio embaucador de cursos para viejas, el señor feudal de las muestras municipales,
el orador bicicletero de las exposiciones privadas de las fundaciones, el gran
Slavoj Pertovic enseñaba la magia del encuadre, la alquimia del color, la
intuición del instante. En estas sandeces pensaba Ramiro a la vuelta del curso,
Ramiro compositor encuadraba entre los pasajeros diagonales el aura de una cara
cansada de un pobre viejo que tenía que soportar la vuelta en ese tren relleno
hasta el repulgue; Ramiro colorista distinguía el claroscuro en media sonrisa
de alguna muchacha que bajaría en Grand Bourg, en Del Viso, y tendría que
apurar el paso temeroso a su casa o al abrigo del farol solitario de la parada
de colectivo; Ramiro lúdico entreobturaba los ojos para que las luces de la
ventana corrieran como luciérnagas lisérgicas; así demoraba Ramiro la rigurosa
certidumbre de tener que salir corriendo de la estación de Munro a la pizzería
a dos cuadras para empezar su horario de delivery.
En
resumidas cuentas, que Ramiro no era Aquiles, ni Ulises, ni siquiera Homero,
era Ramiro Ramírez, un escandaloso juego de palabras que le monopolizó las
cargadas de la infancia, un nombre menos que mediocre, acaso ridículo, una
tensión dramática insoluble, una carga absurda en el vacío de Munro, Ramiro
Ramírez, RR, que prefiguraba a lo sumo un sonriente dueño de concesionaria de
autos de saco blanco y bronceado cobrizo.
Almas muertas
Papá Rubén, mecánico, tan
acostumbrado a la florida narrativa que usaba con sus clientes que empezó a
aplicarla en su vida doméstica, primero la inimputable retórica con Mirta, después
con su propio pasado. Llegó a considerar las salidas a pescar de la juventud,
acompañado por su hermanito Rodolfo, bajo el indulgente manto de la melancolía,
qué tiempos aquéllos, incluso daba a sus reiterados relatos de domingo al
mediodía ajustes de tuerca de realismo mágico, surubíes inmensos, entrerrianas
fogosas, pacúes asados con vino fresco y chamamé. Tío Rodolfo, por el
contrario, no quería saber nada con el pasado, con las interminables y
sudorosas jornadas a la vera del río de mosquitos, con las míseras fritangas de
bagre, la cerveza caliente, la espera tímida a un costado del baile, el torpe
adolescente lleno de granos que venía de Buenos Aires y se sentía un visitante,
por su cara de pedir permiso, por la cara de local desenvuelto de los entrerrianos
mayores.
Precisamente
fue por el tío Rodolfo el escribano, ancho en su traje italiano, que Ramiro
soñó brevemente con viajar por el mundo. Ramiro tenía dieciséis, el orgullo
confinado a un rincón irrelevante, las chicas lo consideraban un buen amigo, un
boludo, los contados amigos apenas lo llamaban por lástima o para acceder a una
de sus amigas. Y justo ese verano de los dieciséis el tío Rodolfo volvía de un
viaje místico cuatro estrellas a la India, crucero mediante por las islas
Seychelles, promoción de un contacto en una agencia de viajes. El escribano
estaba tan entusiasmado con su costoso viaje que todavía quiso sacarle provecho
enrostrándole las fotos y los videos digitales a la familia pringosa de Munro,
y el joven Ramiro, inflamado de hormonas y de bronca, se dejó endulzar.
Promesas livianas de un infausto sábado de enero en que su sofisticado tío se
dejó emborrachar en el patio con clericó y sangría y dio rienda suelta a una
curda sensiblera, reiteró hasta el mamarracho un improvisado proyecto de viajes
de autodescubrimiento búdico, altanería védica y suficiencia confuciana donde
llevaría consigo al mimado sobrino Ramiro para iniciarlo en las cuestiones
trascendentes de la vida.
La
borrachera y el entusiasmo místico le duraron poco a Rodolfo y volvió a
proyectar sus viajes a Punta del Este o a Miami, se reconcentró en su
escribanía sobre Marcelo T. Este golpe fue tan funesto para Ramiro, sobre todo
porque el pibe era tan verde que tardó meses en entender la intangibilidad de
sus depósitos de ilusiones, que abjuró del chalecito con pileta en Vicente
López, renegó del velero con gin tonic los viernes, se resistió a seguir el
plácido camino de Rodolfo en la escribanía, rechazó las rondas nocturnas del
tío putero y merquero, ahora cincuentón sin descendencia, y prefirió el trabajo
en la pizzería por propinas imponderables, la birra en la esquina con gente
despierta, las rastas y el fasito con los compañeros de fotografía. El que sí
aceptó entrar de che pibe en la escribanía unos años después fue su hermano
Luisito, el segundo y último sobrino, que mientras simulaba estudiar derecho
fue ascendiendo hasta rubricar él mismo, con talento barroco y consentimiento
del escribano, la majestuosa firma del doctor Rodolfo Ramírez. Pronto Luis se
desenvolvió en el mundillo que emanaba de la escribanía, primero alegrando un
poco la pesada autoestima de las señoras, después entreteniendo con su
arrogante conversación a los señores a quienes les hacía el favor de acostarse
con sus mujeres, hasta que se consiguió el mismo mundanal puesto pero en la
calle Juncal con un pez gordo, un tal Estanislao, éste solitario, envidioso de
quienes tenían esposa e hijos que pudieran romperles las pelotas. Luisito hizo
hasta algún amigo, se permitió noviar con lánguidas chiquillas que conocían
Europa y se aburrían con la vida regalada, se adentró tanto que se creyó uno de
ellos e incluso, como la Marilyn del tango, se fue con la ucedé, se comió la
película de veras, y no se acordó más de la familia Ramírez hasta tiempo después,
hecho que estampó una certificada rabia en el escribano Rodolfo y empastó los
nervios del mecánico Rubén.
Mashenka
Aprendió
la lección Rodolfo y para reemplazar al traidor Luis buscó fuera de la hiel de
la familia y de las consabidas recomendaciones de los amigotes que pedían el
tremendo favor de hacerse cargo de un conocido, carga indeseable envuelta en el
rugoso paquete de la confianza, a cuenta o como devolución por otro favor,
acaso por el infructuoso brindis por los viejos tiempos. Pronto Rodolfo encontró
a la solícita Marisa, excelente promedio de derecho, avanzada estudiante del
curso de escribanía, a la espera de una matrícula providencial para ejercer
algún día el delicado oficio. Marisa se anticipó al escueto anuncio en el
diario que Rodolfo nunca llegó a publicar porque la tenaz Marisa, a sus
veintipico, se acercó personalmente a la escribanía de Marcelo T para pedir
trabajo. Resultó gauchita Marisa, no sólo porque era más eficiente que Luis, no
sólo porque cobraba dos mangos y se daba por satisfecha con la inestimable
experiencia que le reportaba su labor, sino que también resultó de lo más
diligente a la hora de probarla Rodolfo encima del escritorio al poco tiempo de
haber ingresado, acaso seducida por la solvencia de Rodolfo, aflojada quizás por
la vaga promesa de heredar con mucho esfuerzo la matrícula del escribano
solterón. La irrealidad monumental del despacho grande, el sopor de la mísera
luz amarilla del velador antiguo, a última hora, el estudio vacío, sin
desvestirse del todo, el trámite urgente, la verdadera rúbrica de Rodolfo.
Si me va a cagar, comentaba Rodolfo
en el Café de los Cínicos, por lo menos que me pague por anticipado. Ya te dio
más que tu sobrino, festejaba el doctor Insaurralde en su recreo de Tribunales,
y procedían a intercambiarse nuevos clientes con inquietudes inmobiliarias para
sus proyectos, con quilombos de parentela por algún muertito.
Marisa vivía en Caseros, de lunes a
viernes amanecía para dejar su casa sin revoque y llegar temprano a la vidriada
escribanía, avanzar por la marmolada planta baja y subir por un pituco ascensor
hasta el parquet encerado de las oficinas, todas amuebladas con roble
barnizado. Poco tiempo le duraron las ganas a Rodolfo, acaso andaría probando
nuevas mocosas o llevaría gatos al velero, lo concreto es que más allá de
cachetearle el culo en el pasillo no la importunaba demasiado, estaba muy
contento con su desempeño, incluso le manifestaba cariño y atención, si el aire
acondicionado estaba bien, si quería un café.
Poco
tiempo le duraron también los modos de rústica timidez a Marisa, pronto cambió
el mate cocido de Caseros por recoletos capuccinos, preguntas provincianas por
modismos céntricos, se acomodó bien al ambiente de la escribanía, llegó a
cruzarse con el infame Luis en alguna reunión social en la que coincidieron tío
y sobrino. Rodolfo conversaba con el nuevo protector de Luis y no parecía
guardarle ningún rencor, sólo lo hería el desprecio del sobrino, que se
avergonzara de su familia. El escribano paquete, Estanislao a secas, adivinó la
sorpresa de Marisa o simplemente habló del tema para iniciar una conversación
con ella, en voz baja, en un rincón del gran living de su casa:
-Es un círculo muy chico. Acá hay
que tener mucho cuidado. No se puede hablar mal de nadie, porque son todos
familia. Tampoco se puede hablar bien, porque están todos peleados.
Y
Marisa a esa altura ya sabía reír a punto, sin reventar en carcajada estridente
ni parecer indiferente, me salió un versito. La experiencia de la escribanía le
había entrado a Marisa por donde no esperaba.
La hija del capitán
Hacia
finales del curso de fotografía que todavía le gustaba, tres años en declive,
Ramiro ya imaginaba que no sería Cartier-Bresson, tampoco quizás entraría a
ningún diario, no tenía ímpetu, ni talento, ni contactos, y ni pensar en Slavoj
Pertovic, el celebérrimo litógrafo de aguafuertes porteñas jamás se fijaría en
el minúsculo Ramiro, si el eslavo realmente tenía algún poder en ese ambiente,
prefería acomodar, o prometer puestos, a las ninfas de primer año.
Para
cuando se recibió, tan falto de oportunidades, Ramiro no tenía nada que
festejar, esa noche huérfana de buenos augurios no merecía ser alargada.
Aprovechó su invisibilidad de fantasma Ramiro y eludió la invitación de Solcito
a festejar todos en su casa de Caballito, puso la plata de la vaquita para no
levantar sospechas y se fue silbando bajito para Munro, acaso anticipando una
noche en vela escuchando Pink Floyd, King Crimson, estimulantes suicidas de
calidad para el alma ensimismada.
Caminó
hasta su casa como siempre, él sabía que su pomposo certificado de asistente a
un intensivo curso no era la llave de ninguna puerta, no propiciaba
absolutamente nada, pero también sabía que era el fin de algo, el pitazo final
de una certidumbre encajonada durante tres años, la constancia burocráticamente
demorada de que Ramiro era un meticuloso perdedor, un olímpico derrotado. Se
perfilaba la terrible conciencia del fracaso, acaso el lacónico comunicado del
paso del tiempo irreversible, firmado por mano mecánica de Slavoj Petrovic,
sellado por un ministerio de ultratumba de La Plata, enmarcado y con vidrio
antireflex.
Memorias del subsuelo
Inestable
Ramiro no quiso entrar, escatimó el rutinario gesto de meter la llave y dejó
plantada la inexpresiva puerta, cerrada en el marco de su casa. Caminó un poco
por el barrio, quería estar solo, despejarse el marulo, en fin, inyectarse un
vejatorio trago, tomarse a dignos golpes en la calle, dar un paseo ultrajante.
Para cerciorarse de su nulidad pasó frente a la consabida esquina donde
pararían sus compañeros de la pizzería y demás espíritus nocturnos, fulanos que
se congregaban siempre al abrigo de la soledad, temerosos de enfrentarse a sus
destinos. Pasó Ramiro y quiso una última señal, una prueba, deseaba íntimamente
que sus amigos lo ignorasen. Pero no estaban, puede que fueran el bulto de
jóvenes que se agolpaban a la ventana del quiosco, puede que incluso lo
llamaran a gritos. Ramiro siguió su curso de arroyo seco, se adentró en la
noche de Munro por las calles muertas.
El bochornoso bar de viejos
borrachos permanecía abierto. Con todo gusto se sumergió en tan degradante
tugurio. En la mesa libre pidió una cerveza, mientras la bebía se regaló en la
visión del pintoresco lugar, en las caras de los parroquianos disfrutó las
innumerables fotos que Slavoj Petrovic jamás sacaría, ni con escenografías ni
con modelos contratados, ni en sueños el héroe del objetivo de Perón y Callao
podría recrear ese ambiente que se le metía a Ramiro por los ojos y por la
cerveza, por el olor del humo de esos cigarrillos que sólo se fumaban en el
hipódromo cuando iba a hacer trabajos prácticos de costumbres urbanas. El
fotógrafo recién recibido ideó una placa memorable, primer premio del jurado,
con melancólicos ancianos jugando a las bochas, pero otra vez el terco destino,
Ramiro no tenía la cámara ni había viejos jugando, ni siquiera había, en rigor,
ninguna cancha de bochas.
Ciertos semblantes, puntuales
bebedores, le resultaban familiares, él que tomaba el tren todos los días y
recorría el barrio en el envidiable scooter de la pizzería. Ya menguaba la
primera botella y le sobraban cigarrillos, qué picardía. Hurgó su billetera,
sus bolsillos. Calculó que le quedaba para dos botellas de cerveza, hora y
media, dos a lo sumo, entonces al momento de pedir más se inclinó por la
inestimable ginebra. Este vuelco de rata gestó el cambio, arrimó el respeto del
dueño, amilanó la hostilidad de la clientela que todavía tenía la lucidez de
considerarlo un extraño, se perfiló la autoestima tanto tiempo dormida. Incluso
el prístino borracho de la mesa de al lado, el barbudo Jorge de Domínico, le
dirigió un fugaz brindis, simple gesto amarrete de levantar el vaso y mirar a
los ojos. El perdido Jorge, prócer de las horas muertas, inquilino de Munro
porque a decir suyo se había exiliado de Avellaneda por cuestiones políticas,
acaso fueran relativas a piernas y billetes, a quien Ramiro ubicaba por su
infalible regularidad en el poco lucrativo ejercicio de apuntalar el codo.
Claro que Ramiro jamás consideró interactuar, lo protegía su espíritu de gremio
de clase media, el anticuerpo heredado en lo tocante a relacionarse con un
lumpen. Pero por la magia de la derrota, por el afán de mandar por un rato todo
a paseo, por el desacato del entusiasmo derramado, en alguna frecuencia de la
borrachera, entre la soltura y el bienestar, intercambiaron algunas palabras,
con el correr de los abyectos vasos el incipiente contacto se hizo diálogo.
Entonces el viejo beodo, el mentado Jorge de Domínico le soltaba su perorata:
-Pasa
pibe, que antes, nosotros nos rebelábamos al mundo que nos proponían.
Antiguamente estaban los anarquistas, después los crotos. Siempre hubo alguien
que se resistió a ser un gil. Nosotros quisimos hacer la revolución, pibe.
Ahora, el que se quiere cortar, no le queda otra que ser chorro, entrar en
algún curro. Nosotros veíamos que trabajar como un burro toda la vida para
tener una casita modesta, vivir de prestado... todo eso nos parecía una
porquería, y dijimos que no. Después pasó lo que pasó, se fue todo a la
mierda...
-Otra
vez con eso-, interrumpía el dueño que volvía con otra ronda-, dejalo en paz al
pibe.- Y Jorge y Ramiro esperaban a que se fuera, un interludio molesto que
nadie solicitara, para seguir la charla grave.
-Ahora-,
retomaba Jorge-, parece que tener un laburo es una bendición. Si a un canguro
le dicen que se le va a pasar la vida en una oficina haciendo lo que no le
gusta, firma contento, lo que lo asusta es quedarse afuera.
Corría
la ginebra, el borracho de Domínico estaba cada vez más borracho, modulaba mal,
no acertaba a coordinar lo que quería decir, y al final ya ni sabía lo que
quería decir, se encorvaba sobre la mesa, le pesaba el balero. Ramiro en las
antípodas, la curda eufórica alivianando la anemia mental, el infantil orgullo
desbocado, empinada la alegría absurda, acaso el colmo de creerse merecedor de
ese chorro frío de felicidad, el palpable encanto de la intoxicación. Jorge
declinaba con patético garbo, Ramiro ahora indiferente al ocaso de la charla,
quizás una sonrisa esporádica, un asentimiento decoroso, la certeza de la
billetera vacía, del fin de las rondas. Pero se quedaba en su silla, postergaba
la vuelta, se aferraba al raro privilegio de sentirse a gusto, escrutaba desde
su rincón la distinguida clientela, con descaro miraba a los demás, acaso
protegido por la invisibilidad de la borrachera. Ramiro soberbio entre
jornaleros brutos, él que pudo codearse con profesionales frívolos, a ver si
los escribanitos estaban tan sueltos en esta pocilga, a ver si los socios del
Yatch Club navegaban tan diestros en las profundidades de la noche, a ver si
las putitas de Barrio Norte se hacían las interesantes y gesticulaban en esta
barra.
Salió a la calle, Ramiro
autosuficiente, caminaba como si fuera el dueño de la vereda, aunque las luces
oscilaran y se multiplicaran, aunque perdiera el rumbo en tropezones
zigzagueantes, todavía exultante por las nobles baldosas de Munro. Tardó mucho
en caminar las quince cuadras hasta su casa, seguro de su valor, altivo en el
frenesí desangelado que lo elevaba sobre la mierda circundante. Cabeza de turco
al revés, Ramiro incomprendido proyectaba pestes a su alrededor, el negativo de
un chivo expiatorio, Ramiro blanco y redimido sobre el bajofondo negro y
cenagoso, el verdugo en éxtasis condenaba al puto mundo a que volara en pedazos
filosos y astillas de vidrio.
La dama del perrito
Al
otro día, qué desgracia, lo despertó papá Rubén tempranito para ir a Vicente
López, el asado de cumpleaños de Rodolfo. Ramiro se levantó reventado de
resaca, fue al baño despacito, la pasión según Ramiro Ramírez, una corona de
clavos en la cabeza.
Viaje en auto prestado del taller de
Rubén, japonés con caja automática, no ensucien que el cliente es bueno y si se
entera se va a enojar, media hora de impávida modorra en el asiento de atrás.
Entrada al chalecito, abrazos grandilocuentes, fórmulas fijas del afecto, feliz
cumpleaños Rodolfito, feliz cumpleaños tío Rodolfo. En la galería ya estaba el
viejo Evaristo, venido a menos, casi retirado de Platense, ocupaba un puesto decorativo
en el consejo de fútbol infantil. El maestro senil picaba unas aceitunas y le
hablaba a Marisa, devenida protegida del escribano, ahora formaba parte del
círculo íntimo y vacío del cincuentón solitario, ya era como su sobrina, de
buena gana iba a su cumpleaños un sábado al mediodía para hacerle compañía.
Cincuenta y cinco pirulos, éxito profesional, un hermano con el acoplado de
Mirta y un solo sobrino a mano, Evaristo el entrenador y el perro Rhodesian que
cada vez que se sacudía hacía temblar la mesa de plástico. Nada mal para una
celebración reducida, ya habría tiempo para brindar en el Yatch, ya lo habían
festejado la noche anterior los colegas y amigos del centro, Estanislao
incluido.
En
qué momento Ramiro se empezó a sentir mejor, en qué momento disfrutó la
presencia de una chica en la casa de su tío, el narrador no lo puede precisar.
Acaso la sobremesa larga, las conversaciones previsibles, el maldito helado de
sambayón, los hermanos Rodolfo y Rubén apartándose a fumar habanos al quincho
para decirse algo, la obligación tácita de Mirta de mandarse a la cocina para
lavar los platos, la dudosa presencia de Evaristo adormilado, Marisa levantando
la mesa, rozándolo con su vestido, quizás para coquetear, quizás porque el
todavía embotado Ramiro estaba en medio del camino. Acaso por pura química, la
derrota llamando a la derrota, la afinidad mutua de los frustrados que se
reconocían en su elemento, Marisa volvió de la cocina y se sentó junto al
Rhodesian, y el perro fue una buena excusa para iniciar una charla, una mirada,
lo de siempre, el gesto repetido, el flechazo del descarte, el tibio anhelo de
ser importante para alguien, el permiso para acariciar empezando por la mano,
probar un pedacito de felicidad, la dicha segunda mano pagada en cuotas.
Y
el miedo a perder lo poco que todavía se podían permitir soñar encaminó algunas
salidas por Palermo, aventuras acrobáticas a la sombra de una calle oscura de
Caseros, luego devolver a la entusiasta Marisa con el pelo revuelto, esperar
fumando el improbable colectivo a Munro.
La novela del matrimonio
El
idilio duró unas cinco semanas, hasta que se enteraron del embarazo. Decidieron
comentárselo primero al tío Rodolfo, necesitaban su sonrisa comprensiva, su
promesa de encontrarle a Ramiro un buen trabajo. Entraba Marisa al tercer mes
de embarazo cuando el tío Rodolfo gestó un contacto y Ramiro entró como
encargado de un edificio municipal en Villa Martelli con vivienda incluida en
planta baja. Tan contento estaba con su sueldo y con la perpetuidad del puesto
que accedió a casarse con Marisa. El sello del registro civil le daría muchos
beneficios, obra social, plus por paternidad, además del erógeno gusto de darle
al pequeño vástago un hogar, una familia. Rodolfo, muy contento, paternal con
su sobrino y con su empleada, ofreció pagar la fiesta, Rodolfo el escribano, el
tío compinche, el eterno acreedor de favores, el magnánimo experto en el
insulto de dar.
Luisito,
enterado del matrimonio de su hermano fracasado y enternecido porque todas sus
relaciones participarían del evento sin remedio, puso plata para mudar la
fiesta original a un lugar más decente, a la altura de lo que pretendía de su
familia. Se reconcilió con su tío, volvió a considerarse un Ramírez, llegó al
extremo de visitar a sus padres. Toda la familia unida proyectaba la fiesta en
un quintón por Bella Vista, Rodolfo y Luisito ponían el detalle baladí de la
plata.
Aprovechaba Ramiro los culebrones
que a la larga financiaban su fiesta, se mostraba solícito a los caprichos,
comprendía las veleidades. Incluso estaba feliz por la clase de invitados que
le imponían, el sobrio Estanislao se ofreció a llevar a la pareja en su Mustang
67 hasta la iglesia en Florida y después hasta la carpa en Bella Vista.
Momentos modestos pero dichosos, el
rol principal durante la celebración, el viaje emotivo en el Mustang, la
vanidad de atraer las miradas surcando la avenida pedorra en tamaño fierro, la
alegría previsible de la fiesta, la estupidez coreográfica del baile y el
champán. Y por qué no la oportunidad de Ramiro de mostrarle a los conocidos de
Luis su desprecio por la frivolidad, pavonear su digna indiferencia por el
éxito, su encumbrado desdén por la ambición chiquita, acaso el íntimo deseo de
llamar la atención. Vaya un protagónico para Ramiro en esta historia con
casamiento y perdices.
Segundo epílogo
Y
yo fui a ese casamiento, sí, yo, el rastrero Hugo, compañero de fotografía de
Ramiro en el curso de Perón y Callao. Por eso le hice precio. Por eso y porque
el trabajo no abundaba, y porque me interesaba verlo al perdedor en un momento
de alegría, pico cumbre de una vida chata, quise asistir a su débil esplendor.
Y me interesaba más que nada, para qué negarlo, la posibilidad de codearme con
su hermano Luis, con su mundo, acaso sus amigotes necesitaran un fotógrafo para
sus eventos sociales, para la ucedé, en fin, no perdía nada con probar. Cuando
vino uno, salido del carnaval carioca, medio
alegre, medio aburrido, a darme charla, aproveché y le hice un inventario de
mis servicios, la fotografía me apasionaba, por supuesto, pero ojo que también
hice un curso de guión de cine y televisión, incluso asistí a algunas materias
de antropología, todo con falsa modestia, claro, disfrazado de conversación
improvisada. ¿Ésos eran los elevados fines de Hugo? ¿Así me encaminaba a la
redención? Vamos, estaba desanudando mis problemas, no seamos mentirosos, lo
mismo hubieras hecho vos, lector de cuarta, vos, hipócrita, igual a mí mismo,
mi hermano.
Claro que no me conseguí nada, sólo
pude rescatar esta historia, unos pesos por las fotos, algún trago modesto, un
poco de cazuela tibia en la cocina, una bandeja entera de tostaditas con queso
crema y salmón.
1 comentario:
Me encantó Camel. Muy oportuno: da ganas de irse de Buenos Aires; y de uno mismo.
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