Pella oscura homogénea, el limpiaparabrisas amasaba lo que
quedaba de noche, estirándola con su mecánico ir y venir. Rosendo estacionó su nuevo
auto viejo –este también se lo había ido comprando a la agencia, de a poco– frente
a su casa, y cubrió la distancia que lo separaba de la puerta con un andar
manso, resignado: mojar iba a mojarse lo mismo. Su mujer lo esperaba con el
mate listo y facturas. Le reburujó la cabeza con un repasador y un olor compuesto,
a húmedo y pan, lo envolvió; luego tomó sus cosas, le sonrió, lo besó. El reloj
marcaba las cinco menos cinco: aunque lo hubiera intentado, no la habría
logrado retener ni un minuto: hace una semana había empezado en la panadería.
En el umbral, Lucrecia pensó en el desorden que encontraría a la vuelta. (Lo
encontraría: Rosendo era el tipo de hombre, quizá en extinción, cuya única
posibilidad de recibir al mundo en forma estructurada –sea en orden alfabético,
cronológico, temático, género-especie, o el que fuera– depende de la
intermediación de una mujer –sea madre, esposa, telefonista, o la que fuera–.) Solo
en el pequeño living-comedor, Rosendo pensó en la ducha que aún debía darse
antes de aterrizar en la cama. (Al final no se bañaría.) Miró melancólico la
última medialuna –de manteca–, en su mano blanca, pálida a la luz de la lámpara
de techo, pensó en el aumento de peso que –inevitablemente; irreversiblemente–
sufriría su mujer, y engulló la mitad de la factura de un bocado, con una media
sonrisa, y los ojos en blanco.
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