El
viajero que llega a Otilia puede ser rápidamente muerto o feliz. Al avanzar por
el camino de piedra, se enfrenta de pronto a un valle verde con mujeres desnudas
desperdigadas, solas o en grupo, entre los brazos sinuosos de un río que repta,
calmo y constante, alrededor de árboles repartidos, también, sin un diseño
aparente.
De piel
blanca y pelo rubio, rojo o negro, se las ve bailar y dormir, cocinar y leer,
amar y tejer, hablar y partir, en el aire, como mimos absurdos. El viajero se
pregunta, entonces, –esto es inevitable– si aquello es un gran escenario donde
se interpreta, para nadie, un dulce delirio; o si se trata, en cambio, de un
conjunto de ninfas deleitando a dioses extraños, excéntricos. El viajero se
inclina, –esto también es inevitable– por la segunda opción.
Pero a
medida que se acerca, si tiene algo de suerte, comienza a ver más: esa muchacha
camina con una canasta de juncos; las mujeres ríen allá junto al río, alrededor
de una mesa colmada de cerveza y de vino; esta clava las agujas en una chalina
carmesí; más acá una enlaza su cuerpo al de un hombre fornido; aquella lee un
libro de lomo azul; la de ahí revuelve el contenido de una olla plateada; otra
duerme tranquila en un camastro; cerca suyo baila una niña, agitando su pañuelo
blanco bordado de oro.
El
viajero advierte, además, que algunas de esas mujeres están ahora vestidas, que
allá hay una puerta, acá una ventana, en otro lugar un muro, cerca una reja, a
la izquierda un puente, y que por allá pasa un carro, que desaparece de nuevo. El
viajero, que se aproxima con prudencia, comprenderá –en breve– que la ciudad de
Otilia, bella y moderada, se descubre a través de las manos de las mujeres que
la habitan.
Eso le
pasa al viajero con algo de suerte. Los hay que sin llegar a ver Otilia, se
largan desenfrenados a atrapar una de sus beldades, y encuentran un fuerte
dolor que se les clava, de pronto, en el pecho: es el cuchillo –empuñado por el
padre, el hermano, el esposo, el amante– que nunca vieron, y al que ya nunca
verán.
Y le pasa
también al viajero con algo de suerte. Los hay que arriban a Otilia de noche, solitarios,
sin que nadie más que una hermosa noctámbula se percate de ellos, y que
enfrentan de golpe una puerta, que hace un instante no estaba, pero que ahora se
abre: del otro lado contemplarán, sobre el arrullo del río, la visión iluminada
de la ciudad que solamente sus sílfides, de ojos brillantes y claros, en la
penumbra del lecho, pueden mostrar.
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