27/5/12

Otra ciudad invisible


El viajero que llega a Otilia puede ser rápidamente muerto o feliz. Al avanzar por el camino de piedra, se enfrenta de pronto a un valle verde con mujeres desnudas desperdigadas, solas o en grupo, entre los brazos sinuosos de un río que repta, calmo y constante, alrededor de árboles repartidos, también, sin un diseño aparente.
De piel blanca y pelo rubio, rojo o negro, se las ve bailar y dormir, cocinar y leer, amar y tejer, hablar y partir, en el aire, como mimos absurdos. El viajero se pregunta, entonces, –esto es inevitable– si aquello es un gran escenario donde se interpreta, para nadie, un dulce delirio; o si se trata, en cambio, de un conjunto de ninfas deleitando a dioses extraños, excéntricos. El viajero se inclina, –esto también es inevitable– por la segunda opción.
Pero a medida que se acerca, si tiene algo de suerte, comienza a ver más: esa muchacha camina con una canasta de juncos; las mujeres ríen allá junto al río, alrededor de una mesa colmada de cerveza y de vino; esta clava las agujas en una chalina carmesí; más acá una enlaza su cuerpo al de un hombre fornido; aquella lee un libro de lomo azul; la de ahí revuelve el contenido de una olla plateada; otra duerme tranquila en un camastro; cerca suyo baila una niña, agitando su pañuelo blanco bordado de oro.
El viajero advierte, además, que algunas de esas mujeres están ahora vestidas, que allá hay una puerta, acá una ventana, en otro lugar un muro, cerca una reja, a la izquierda un puente, y que por allá pasa un carro, que desaparece de nuevo. El viajero, que se aproxima con prudencia, comprenderá –en breve– que la ciudad de Otilia, bella y moderada, se descubre a través de las manos de las mujeres que la habitan.
Eso le pasa al viajero con algo de suerte. Los hay que sin llegar a ver Otilia, se largan desenfrenados a atrapar una de sus beldades, y encuentran un fuerte dolor que se les clava, de pronto, en el pecho: es el cuchillo –empuñado por el padre, el hermano, el esposo, el amante– que nunca vieron, y al que ya nunca verán.
Y le pasa también al viajero con algo de suerte. Los hay que arriban a Otilia de noche, solitarios, sin que nadie más que una hermosa noctámbula se percate de ellos, y que enfrentan de golpe una puerta, que hace un instante no estaba, pero que ahora se abre: del otro lado contemplarán, sobre el arrullo del río, la visión iluminada de la ciudad que solamente sus sílfides, de ojos brillantes y claros, en la penumbra del lecho, pueden mostrar.

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