Varios
son los textos encantadores de Las
ciudades invisibles, y muchos más sus pasajes deslumbrantes. Entre otros,
me gustaría transcribir “Las ciudades y los intercambios. 2” –sobre el
popularmente llamado histeriqueo–, “Las ciudades y los intercambios. 3” –sobre
la rutina y el deseo de vivir otras vidas–, “Las ciudades y los muertos. 2”
–sobre la memoria, la confusión de una cara con otra, el paso del tiempo–, “Las
ciudades y el cielo. 1” –sobre la imagen del universo (de muy buen final)–,
“Las ciudades y el cielo. 2” –sobre la vanidad y las falsas y verdaderas virtudes–,
“Las ciudades y el cielo. 4” –sobre los monstruos de la razón– y “Las ciudades
escondidas. 5” –sobre la justicia de los injustos y la injusticia de los justos
(tema que me fascina)–, pero me voy a limitar al de abajo –cortazariano, si es
posible decirlo–, muy logrado a mi entender.
Lo
saqué de acá, donde está todo el texto –con traducción diferente a la del libro
que leí, editado por Siruela–:
Las ciudades continuas. 3
Cada año
en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la
misma posada. Desde la primera vez me he detenido a contemplar el paisaje que
se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, una pequeña
pared, un árbol de serbo, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, un
lomo de colina amarillo, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de
trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue sólo al
año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una
cara redonda y chata que mordisqueaba una mazorca. Después de un año eran tres
sobre la pequeña pared, y al volver vi seis, sentados en fila, con las manos
sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la
habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras más: dieciséis,
incluidos los de allí abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados
en el serbo; cuarenta y siete sin contar los del gallinero. Se asemejan,
parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca
sucia de moras. Pronto vi todo el puente lleno de tipos de cara redonda, en
cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas,
después roían las raspas.
Así un
año tras otro he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbo, ocultos por
setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven
masticando hojas. No se puede creer, en un espacio reducido como aquel campito
de maíz, cuánta gente puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las
rodillas, quietos. Deben de ser muchos más de lo que parece: he visto cubrirse
el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del
puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas uno sobre los hombros del
otro, no consigo llegar tan lejos con la mirada.
Este año,
por fin, al levantar la cortina, la ventana encuadra sólo una extensión de
caras: de un ángulo al otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se
ven esas caras redondas, quietas, chatas, con un esbozo de sonrisa y en el
medio muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. Hasta
el cielo ha desaparecido. Da lo mismo que me aleje de la ventana.
No es que
los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para
mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro
paso entre las rodillas de los que están sentados en el arcón y los codos de
los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte.
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