27/7/12

Camino al ocaso


Estaba oscuro. Todo era negro. Lo primero que vio fue el color rojizo de sus párpados. El sol comenzó a asomar y por unas ranuras de la persiana entraban sus rayos atravesando un vaso de agua a medio llenar junto a una jarra que estaba en una mesa, al lado de la silla en la que estaba sentado. Los rayos dejaban ver pelusas y micro partículas que flotaban en el aire y dentro del vaso de agua. Tenía todo el cuerpo dolorido, como si hubiera estado horas atado a la silla en la que descansaba. Trataba de ubicar esa habitación negra en algún lugar en su memoria, pero no lograba construir cimientos  sólidos para el puente que une el afuera del cuerpo con la memoria −esa máquina codificadora que da un valor y una estructura− y, así, perdía la referencia y la noción de realidad, el efecto de esta.
Cuando la vista se acostumbró un poco más vio los pliegos de las cortinas oscuras y la transparencia de unas segundas cortinas que los rayos de luz hacían traslúcidas. Había unos sillones, una mesita ratona, una lámpara de pié y una araña colgando de un techo extremadamente alto. Cerca de la mesa había otras sillas y contra la pared una mesa lateral con una fuente de porcelana con una ilustración de color celeste (cuyas líneas el ojo seguía una y otra vez, como tratando de hilvanar lana, pero sin lograr reconstruir el sentido completo).

En el piso había un cuerpo.
En el piso había un cuerpo.
En el piso había un cuerpo.

Era una mujer que tenía un cuchillo clavado a la altura de la boca del estómago, aunque también mostraba otros cortes en brazos y piernas. Parecía flotar sobre un charco de sangre.
Ella debía tener casi treinta años. De pelo castaño oscuro y piel caramelo, aunque desteñida hacia un color más verdoso por la falta de sangre. Estaba semidesnuda, con los brazos no del todo extendidos, parte de su pelo sobre el cuello y las tetas que le caían levemente hacia cada uno de sus costados. Sólo una bombacha blanca escondía su cuerpo. 
Mientras veía todo este cuadro, él se acariciaba las muñecas que sentía lastimadas. Las miró un segundo para ver si tenía algún corte y se asustó al ver sus manos llenas de sangre. Siguió revisando, pero no tenía ningún tajo. El corazón se iba acelerando, mecánicamente. Su primera reacción fue pararse e ir hacia la puerta. Pero no pudo abrirla. Estaba cerrada.
Ella había muerto hace poco, todavía estaba tibia. Temía ser el responsable, pero no podía saberlo, no recordaba nada. Miraba el cuerpo, el cuchillo y sus manos, conmovido. Podría haber sido un suicidio, un tercero. ¿Pero quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? Su vida era sólo un despertar y nada más que eso. Devanándose el seso, tratando de figurarse qué fue lo que sucedió, comenzó a pensar balbucear ¿Qué te pasó? ¿Quién te mató?, dirigiéndose a ella, aunque sin una intención real de salir de su cabeza. Volvió a repetir lo mismo, en voz alta.
La muerta pareció moverse. El cuerpo de él saltó de la silla, convulsionado. Ella abrió los párpados. Incorporó el torso y acabo por quedar sentada. El pelo caía a un lado y al otro de su cara, tapando un poco las tetas. La poca grasa abdominal formaba un minúsculo pliego entre el ombligo y la bombacha. Él trató de huir, pero la puerta estaba cerrada, así que no tuvo más remedio que mirar a la muerta y dejar su espalda contra la puerta y una mano sujetando inerte el picaporte.
− Pero, pero… ¿estás viva?
La expectativa de una respuesta rápida se vistió de ansiedad y estiro el silencio y con este al tiempo.
−No, no estoy viva. Me asesinaron… o me asesiné. No lo sé, no me acuerdo de nada.
−Yo tampoco recuerdo nada. Temía ser yo quien... –y no se ánimo a decir lo que seguía.
−Puede ser, no lo había pensado… −dijo, pensativa y preguntó− ¿Fuiste vos?
−No me acuerdo nada de nada −contestó él.
−Yo tampoco. Tal vez haya sido un experimento…
−¿Un experimento? –exclamó, un tanto confundido.
−Sí, alguien que nos encerró acá, sin comida, con armas… tratando de probar algo… no sé.
−No se me había ocurrido…
−¿Sabés cómo llegaste hasta acá?
−No. Traté de salir al menos dos veces, pero está todo cerrado. Igual no hace mucho que tengo conciencia de estar acá.
−Alguien nos encerró –afirmó con seguridad ella.
−O nos encerramos nosotros o uno al otro.
−¿Y la llave?
En la desesperación revisaron, en penumbras, toda la habitación, pero no encontraron nada.
−No está por ninguna parte. ¿La habremos tragado?
Siguieron buscando por un buen rato hasta cansarse. Se sentaron: él en la silla, ella en la mecedora, pensativa, amagando a decir algo, hasta que lo suelta.
−Tenemos todo el mapa de la situación… –dijo jactándose a lo Dupin−: un cuarto cerrado… en el que no aparece la llave… un muerto… un arma homicida… y un posible sospechoso.
            −Cualquier diría que está resuelto el enigma…
−Pero no lo está…
−¿Qué relación tendríamos? ¿Desconocidos? ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Novios?
−¿Cómo descifrarlo?

Después de horas de conversación se fueron conociendo. Aunque sólo lo poco que recordaba cada uno de sí mismo. La atracción entre el uno y el otro era grande, pero ambos se frustraron un poco al pensar que uno estaba muerto y el otro vivo. Al cabo de un rato se cansaron de estar ahí encerrados. Tomaron una varilla de metal y con esfuerzo lograron arrancar un tablón del piso. Con el tablón rompieron el vidrio de una ventana y después, tras mucho forcejeo, la persiana, que estaba tapiada. Saltaron los dos por el hueco que habían hecho. Cuando se pusieron de pie se dieron cuenta de que estaban en el medio del campo.
El sol recién comenzaba a esconderse, era un atardecer pintado de un naranja furioso, rosa fosforescente y violeta. Comenzaron a ver un montón de hombres que caminaban lentos en el ocaso, en dirección a una casa que se asomaba por el horizonte y echaba humo por la chimenea. Un impulso indescifrable dentro de ellos los obligo a unirse a esta peregrinación. Cuando se acercaron a los otros hombres que marchaban vieron que algunos estaban mutilados, sin ojos, con el seso asomándoles por el cráneo, sin un pie o una mano. Los sintieron familiares. Él se adelanto un poco en la caminata y ella reveló una herida tremenda sobre su espalda, como si alguien en otra vida, repentinamente, le hubiese clavado un hacha o una hoz.