28/7/12

Circulación

pero así también podría ser la muerte:
un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano
Fabián Casas, 1996.



            Ya había deshecho el decente dobladillo de la bolsa de basura de la boca del tacho, había tironeado los bordes hacia arriba para que cupieran las ruinas de la comida y las bolsas plásticas, y todavía había pisado el interior para aplastarlo y hacerle lugar a las cáscaras caídas y aún la yerba y todo el camposanto lleno del cenicero. Después miró durante el último cigarrillo el tacho lleno y destripado, y se regodeó en la espesa espera del humo perezoso, después apagó las brasas en el chorro de agua de la pileta y arrojó la última colilla antes de cerrar el nudo de la bolsa y sacarla del tacho. Dejó la puerta abierta y enfiló con el bulto por el pasillo, la pesada ubicua oscuridad verde del pasillo que aplastaba la inocua laboriosa luz de la lamparita y circunscribía su aureola amarilla a un tamaño milimétricamente inútil. Y Pedro, el que llevaba la bolsa que se estiraba por el peso de las evidencias de aquellos días -vagamente iguales y sometidos a los rituales cotidianos que impedían que los días fueran discontinuos y que sedimentaban irremisiblemente el carozo duro de la pura pulpa de sus vidas, la de Pedro y la de Martina- eludía la vieja bicicleta amurada a su acostumbrada quietud, rozaba el untuoso plástico de la bolsa contra la pared frígida y todavía se hacía paso sobre un viejo sillón azul tristeza y por fin retomaba el lubricado hilo del pasillo desierto.

            Abrió la puerta de calle y caminó unos metros hasta el contenedor y con la mano libre levantó la tapa que volcó adentro un chorro de luz blanca hospital, y movió el brazo cargado de ímpetu triste y metió la bolsa y vio que mientras cerraba otra vez crecía la sombra dentro del contenedor hasta despachar toda esa memoria arqueológica a la oscuridad con el último golpe amortiguado de la tapa. Y pensó una elegía sensiblera para los repetidos gestos predatorios, para los inermes envases condenados, para la experiencia irrecuperable, mientras respiraba agitado por el nimio brusco esfuerzo del brazo y cuando llegó la puerta se había cerrado con una ráfaga de vecino apurado. Y sin las llaves encima que lo ligaran umbilicalmente a esa puerta, el timbre roto provisionalmente hacía siete meses, el improbable sobresalto de Martina ante su ausencia antes que se hartara de la televisión, la vaga conocida incierta esperanza -esta vez de ver a la maldita predecible vieja vecina que jamás salía de noche - el viento frío le arañó la panza y le aflojó el vientre.