Las noches de verano en los campos de San Miguel podían ser
cálidas, claras, dulces, con una luna inmensa flotando sobre los trigales o con
las estrellas asomándose entre los árboles dejándose espiar por algunos hombres
que las confundían con joyas colgando de las ramas.
O bien,
las noches podían ser tormentosas, ruidosas hasta el silencio, hacia el vació
más absoluto. Esas noches las gotas se posan
sobre los vidrios de las ventanas y las luces se apagan bien tarde, el cansancio y el
sueño arropa a la vigilia, y los parpados deciden cerrarse por voluntad propia.
Y por la ventana,
afuera, la noche y lo negro. Pasos imaginarios que persiguen a las sombras de
la luna, y una mirada melancólica con el vicio de lo trascendente. En esa
intimidad los troncos arden en el fuego y las palabras se multiplican frente a los ojos.
Afuera los árboles son
sacudidos por el viento y el agua cae de sus hojas con violencia. Ráfagas de
agua, otra tormenta, una segunda lluvia se mezcla con la primera, la doblega.
Historias y cuentos aparecen en la memoria divagando pobremente, rotos y sin
rumbo. La imagen de un camino se erige en la mente. El camino era de tierra,
creado por los pasos de animales pesados y algún caballo solitario, azul, que
cargaba con la luna y la tristeza de todos los hombres que lo habían visto y la
de los que nunca lo vieron. El caballo recorría siempre ese mismo camino que
iba de la casa al puesto y del puesto al corral grande. El camino era angosto,
pero no por eso inexistente. En el trayecto, el humo de las chimeneas, los
vidrios amarillos de las ventanas y una tapia de un blanco húmedo anunciaban a
un pequeño grupo de casas que vivían entre la alameda. El caballo siempre
andaba por allí, como si el sendero fuera un riel que lo obligaba a no doblar nunca y a
repetirse hasta el infinito. Sus patas eran anchas y nunca había
visto un edificio. Era manso y desgarbado, y parecía consumido por
haber luchado contra el correr del tiempo. A veces parecía quedarse quieto y
cerrando los ojos casi por completo parecía que por fin conciliaba el sueño.
Pero no dormía, sino que continuaba, infatigable, su eterno tormento. Imposible
olvidar su imagen frente a la tapia blancuzca y humedecida, imposible saber si
fue real.
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