Oyeron
los chasquidos -hundidos en el murmullo nocturno del bosque- de ramas resquebrajadas acercándose a intervalos irregulares, luego
los pasos apurados hacia la casa, a través de los vidrios oscuros, y por detrás
de las paredes y las puertas de madera, la puerta de entrada que se abría, un bulto
que se depositaba en el piso, un ruido metálico, un cauto deambular entre
sombras, un líquido vertiéndose en un recipiente, una fuerte exhalación de sosiego
y luego otras, más leves.
Oyeron los pasos pesados remontando la escalera,
la puerta de un cuarto que se abría, el roce de mantas, y un cambiante cúmulo de ajetreos
y suspiros ahogados que se acallaban de pronto. Oyeron nuevos pasos, la puerta
que se volvía a abrir y a cerrar, el ingreso a la habitación de al lado, otro
zarandeo abrupto y silencioso, y el irse hacia el cuarto del fondo, tirarse en la
cama y roncar.
Oyeron el despertar de mañana, el bajar con la niebla del sueño, el pedido de leche
tibia, de comer pan con queso, y la risa, tan sonora, tan suya, al oír a su madre
gritarle a su hermana que ya se despierte, que baje, que Carl había vuelto, por fin, de su viaje.
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