Mientras
Medina se hundía en el asiento, preguntándose si era humano, si mordía o qué,
el pasajero ubicado del otro lado del pasillo se introdujo la mitad del índice
en la nariz, hurgó en dos o tres direcciones, extrajo un moco de principio
duro, continuación blanda y terminación líquida, lo amasó con ayuda del pulgar,
y lo pegó en la cara inferior de la moneda que depositó en la palma abierta del
tullido.
Su figura
se había recortado como una sombra en la puerta que unía los vagones, al final
del pasillo, para avanzar bajo las luces lívidas de tensión variante y
confirmar, a cada paso oxidado y pendular, su contorno siniestro en contenido
atroz.
Eran eso y
ellos: en la medianoche lluviosa de invierno, no quedaba ni un alma en tránsito
y estaban en el último vagón –el pasajero del bigote y Medina–, sin retaguardia
por donde huir.
Había
calculado que no llegaban a la próxima estación antes de que eso llegara a
ellos, y no se equivocaba: a menos de un metro, se había detenido al fin para
balbucear un lamento ininteligible y gemido, sobre el ruido discurrido del
tren, y plantarse en silencio, con mirada alfilerada y la palma rígida y
exigente, hasta recibir aquella ofrenda ambigua.
Reconcentrado,
con minuciosa dificultad, encorvado sobre sí mismo, el mendigo despegó la
secretada bolita verde y se la llevó a la boca, guardó la moneda en un bolcito
mugriento que le colgaba del cuello, y agradeció con una especie de gruñido,
perdiéndose a los tumbos por donde había llegado.
Verificada
una cierta distancia prudencial, Medina se reincorporó, suspiró disimuladamente, y cuando se volvió con aires reprobatorios hacia el señor del bigote, halló un
algo indefinido, inesperado, que le hizo bajar la cabeza, y dirigirse al vagón siguiente.
3 comentarios:
Horrible. Me sacó el hambre.
Jaja. Perdón.
la descripcion del moco corresponde a un tipo particular el cual es muy dificil de hacer bolita sin la ayuda de una tela y un proceso de friccion repetida.
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