El teléfono sonó varias veces. Él ni se inmutó. Seguía pegado a su
sillón, viendo televisión, cambiando de canal. Su piel estaba cubierta de una
película de color azul. Sus ojos creían parpadear pero eran los blackouts del televisor entre canal y canal. Así
estuvo casi por cuarenta minutos. Después dejó un programa de concursos. Su
perro estaba echado a su lado y de a ratos movía la cola. Cambió de canal. Un
noticiero mostraba un choque desde el interior de un auto. Era un caso de un
hombre que sufría trastornos de sueño. La cámara lo enfocaba de frente,
manejando, hasta que se quedó dormido y lentamente (estaba en cámara lenta)
comenzó a elevarse, a flotar e irse hacia el fondo del auto. Una vez que el
obeso conductor llegó a la luneta, el auto se comenzó a estrujar como el papel
de aluminio de un alfajor. Después, los cortes, la magulladuras y, al fin, la
sangre. El conductor murió. El televidente no se inmutó. Miró el reloj. Era
cerca de la una de la mañana. Cambió de canal. Estaban dando una repetición de
un exitosa sitcom. Las
risas grabadas que ponían entre el remate de un chiste y otro daban la
sensación de estar afuera de la televisión, en la realidad. Algunos de los
chistes eran realmente buenos, pero el hombre no reía. Volvió a sonar el
teléfono. Esta vez se incorporó y fue a levantar el tubo. Su madre había
muerto. La iban a velar por la tarde. El hombre miró al perro y este le
devolvió la mirada. Ambos parecían esbozar una sonrisa, pero no sonreían.
Afuera llovía. El televidente tomó el paraguas, ató el perro con
la correa y salieron. Llegaron a la residencia donde iban a velar a su madre.
Cuando entró, una mujer de unos cincuentipocos años lo saludó. Pero algo la
detenía (una suerte de acrílico emocional se interponía entre ella y el
televidente). Eran hermanos. El perro miró a la hermana. La hermana miró al
perro y sonrieron. Un sacerdote entró en escena, hizo una pequeña ceremonia y
después vinieron los matones de la funeraria, de traje y gafas oscuras, a
llevarse el cajón. El operativo fue veloz.
El entierro tuvo lugar en un parque memorial muy verde y abierto.
Volvió a llover. Cada vez que el cura decía la palabra “Dios”, aumentaba la
intensidad de la lluvia. Después comenzaron a sonar risas grabadas. Todos los
concurrentes se tentaron con estas (nadie sabía de dónde salían, algunos
sospechaban que caían del cielo). La situación cada vez era peor. Un enterrador
bajaba el cajón con una manivela. Una correa se soltó. El cajón cayó, la tapa
se levantó y medio cuerpo de su madre colgaba como si se tratara de un indio
desmayado en una canoa. El contagio era irremediable, inexiliable. El
televidente y el perro se desplomaron en el piso, desternillándose de la risa.
1 comentario:
Jajaja buenísimo, una perversidad muy apropiada para su alcurnia.
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