En
mi larga vida conocí muchas historias de fantasmas. Pero nunca, nunca había
escuchado hablar de fantasmas tan insolentes como los que pueblan ahora mi
departamento, en Caballito. La primera vez que los vi, naturalmente, sentí algo
de pánico, para qué mentir, pero no soy de andar haciendo escándalo, entonces
me repuse en seguida. Tal es así que ni siquiera notaron mi presencia: el fantasma macho calentaba agua en una hornalla, es decir que miraba la pava y le daba la
espalda a la cocina, mientras la hembra buscaba yerba mate en
los muebles bajo la mesada de mármol, en la alacena, y maldecía al idiota que
no tenía los elementos indispensables para tomar mate en su casa. No me
pregunten cómo, pero me enternecí. Salí sigilosamente por la puerta principal,
bajé al almacén y compré un poco de yerba. Tomé prestado, en realidad, dado que
Aldo no me prestaba atención –se está poniendo viejo-, ya se la pagaría. Volví al departamento. Busqué
entre la platería del escritorio algún utensilio adecuado, pero tampoco por una
sensiblería le iba a andar prestando mi colección de mates coloniales a estos
intrusos del otro mundo. Por suerte me acordé de Celia, del cacharrito que
nunca se llevó cuando se volvió para su provincia; busqué en el cuarto de
servicio y allí estaba, junto a una bombilla rematada por una figura de un
gaucho santo, sobre el polvo que acumulaba la mesita de luz. Por fin deslicé
todos los elementos al alcance de los fantasmas, con tal sutileza que les pareció natural encontrarlos y no se molestaron en buscar al benefactor para darle
las gracias.
28/12/12
Viernes 3 pm
Gatilló y
nada. Agarró el paquete de puchos de la mesa ratona. Como las manos le
temblaban, lo volvió a dejar sobre el vidrio. Sintió que no sentía. Se reclinó
en el respaldo del sillón. El mundo le llegaba como al interior de una pileta.
Monoambiente de mierda, dijo por decir, y su voz le sonó rara. Se paró y vio en
el espejo plateado una cara agujereada, deforme, regada de sangre. Apa, dijo, y
se volvió a sentar. Levantó el tubo, marcó el 911, le explicó la situación a la
operadora, una señorita muy amable que le pidió su dirección. Entre risas
torpes, le aclaró que no tenía la boca llena de fideos: le hablaba así por el
problema ese que le había comentado. Sin perder su simpatía, ella le volvió a
pedir la dirección. Es importante, agregó con tacto. Cuando esto termine
la invito a salir, ni lo dudo, pensó él, mientras se esforzaba por acordarse
del dato que le pedían. Pucha, me va a tener que perdonar, pero tengo un blanco
mental, se excusó, con tristeza, y cortó. Qué cagada, quedé como un boludo,
reflexionó avergonzado, y llevó los ojos a la ventana. Entonces la luz irrumpió
en el departamento como una ola llena de espuma que lo revolcó, revolviendo
todo, para hundirlo en un pozo, y depositarlo acurrucado en el borde del
sillón. El sol resplandecía.
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