En
mi larga vida conocí muchas historias de fantasmas. Pero nunca, nunca había
escuchado hablar de fantasmas tan insolentes como los que pueblan ahora mi
departamento, en Caballito. La primera vez que los vi, naturalmente, sentí algo
de pánico, para qué mentir, pero no soy de andar haciendo escándalo, entonces
me repuse en seguida. Tal es así que ni siquiera notaron mi presencia: el fantasma macho calentaba agua en una hornalla, es decir que miraba la pava y le daba la
espalda a la cocina, mientras la hembra buscaba yerba mate en
los muebles bajo la mesada de mármol, en la alacena, y maldecía al idiota que
no tenía los elementos indispensables para tomar mate en su casa. No me
pregunten cómo, pero me enternecí. Salí sigilosamente por la puerta principal,
bajé al almacén y compré un poco de yerba. Tomé prestado, en realidad, dado que
Aldo no me prestaba atención –se está poniendo viejo-, ya se la pagaría. Volví al departamento. Busqué
entre la platería del escritorio algún utensilio adecuado, pero tampoco por una
sensiblería le iba a andar prestando mi colección de mates coloniales a estos
intrusos del otro mundo. Por suerte me acordé de Celia, del cacharrito que
nunca se llevó cuando se volvió para su provincia; busqué en el cuarto de
servicio y allí estaba, junto a una bombilla rematada por una figura de un
gaucho santo, sobre el polvo que acumulaba la mesita de luz. Por fin deslicé
todos los elementos al alcance de los fantasmas, con tal sutileza que les pareció natural encontrarlos y no se molestaron en buscar al benefactor para darle
las gracias.
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