Gatilló y
nada. Agarró el paquete de puchos de la mesa ratona. Como las manos le
temblaban, lo volvió a dejar sobre el vidrio. Sintió que no sentía. Se reclinó
en el respaldo del sillón. El mundo le llegaba como al interior de una pileta.
Monoambiente de mierda, dijo por decir, y su voz le sonó rara. Se paró y vio en
el espejo plateado una cara agujereada, deforme, regada de sangre. Apa, dijo, y
se volvió a sentar. Levantó el tubo, marcó el 911, le explicó la situación a la
operadora, una señorita muy amable que le pidió su dirección. Entre risas
torpes, le aclaró que no tenía la boca llena de fideos: le hablaba así por el
problema ese que le había comentado. Sin perder su simpatía, ella le volvió a
pedir la dirección. Es importante, agregó con tacto. Cuando esto termine
la invito a salir, ni lo dudo, pensó él, mientras se esforzaba por acordarse
del dato que le pedían. Pucha, me va a tener que perdonar, pero tengo un blanco
mental, se excusó, con tristeza, y cortó. Qué cagada, quedé como un boludo,
reflexionó avergonzado, y llevó los ojos a la ventana. Entonces la luz irrumpió
en el departamento como una ola llena de espuma que lo revolcó, revolviendo
todo, para hundirlo en un pozo, y depositarlo acurrucado en el borde del
sillón. El sol resplandecía.
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