28/12/12

Viernes 3 pm


Gatilló y nada. Agarró el paquete de puchos de la mesa ratona. Como las manos le temblaban, lo volvió a dejar sobre el vidrio. Sintió que no sentía. Se reclinó en el respaldo del sillón. El mundo le llegaba como al interior de una pileta. Monoambiente de mierda, dijo por decir, y su voz le sonó rara. Se paró y vio en el espejo plateado una cara agujereada, deforme, regada de sangre. Apa, dijo, y se volvió a sentar. Levantó el tubo, marcó el 911, le explicó la situación a la operadora, una señorita muy amable que le pidió su dirección. Entre risas torpes, le aclaró que no tenía la boca llena de fideos: le hablaba así por el problema ese que le había comentado. Sin perder su simpatía, ella le volvió a pedir la dirección. Es importante, agregó con tacto. Cuando esto termine la invito a salir, ni lo dudo, pensó él, mientras se esforzaba por acordarse del dato que le pedían. Pucha, me va a tener que perdonar, pero tengo un blanco mental, se excusó, con tristeza, y cortó. Qué cagada, quedé como un boludo, reflexionó avergonzado, y llevó los ojos a la ventana. Entonces la luz irrumpió en el departamento como una ola llena de espuma que lo revolcó, revolviendo todo, para hundirlo en un pozo, y depositarlo acurrucado en el borde del sillón. El sol resplandecía.

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