No me
pregunté si tenía ganas. Sabía que nos teníamos que encontrar a las 8 de la
mañana en Constitución. Huracán jugaba temprano en La Plata, antes del
mediodía, por una disposición de seguridad de algún Comité.
Cuando bajé del colectivo en Lima vi a Careperro. Una nariz pequeña, dos cachetes sueltos y una lectura
escolar lo habían bautizado. Ignoro cómo se llamará ahora. Pasamos por un
almacén. Como íbamos en procesión futbolera, compramos unos cartones de vino. Y
como era domingo a la mañana, también dos docenas de facturas. Con esa
combinación inusual, estábamos en regla.
Llegó Rulo. Era
mayor que nosotros, y aunque no era líder, le consagrábamos la deferencia que
se le debe al que ha vivido lo que otros todavía imaginan; Rulo tendría unos
diecinueve años.
Fabián no
apareció. Que conste que lo esperamos, incluso dejamos salir un tren. Ya en el
vagón de la formación siguiente nos preguntamos qué le habría pasado. Barajamos
algunas hipótesis de lo más probables, y por eso de lo más mezquinas: sueño
pesado, pereza, falta de dinero o, lo peor de todo, deserción, que en esa
circunstancia era una leve traición. Nos juramos venganza, en serio y en broma.
Luego partió nuestro tren, Careperro asomó el paquete de facturas y el
conciliábulo se desvaneció. Me mojé los dedos y las mangas cuando abrí el
primer cartón de vino. Hicimos silencio para iniciar el desayuno.
Rulo rumiaba
una medialuna cuando hizo ademán de hablar, pero continuó masticando y nos
mantuvo en ridícula espera y no empezó sino hasta que tragó y dio un sorbo de
vino.
-A Fabián le
pudo haber pasado cualquier cosa. No pongan esa cara, no lo estoy matando. Digo
que las cosas pasan.
Lograba
nuestra atención con facilidad. La historia que iba a contar me entusiasmó por
alguna coincidencia. Ahora sospecho que a los relatos le gustan las simetrías.
“¿Lo ubican
a mi primo Maxi? El que siempre anda por Congreso. Tiene como veinticinco, ya.
Bueno, había uno de la banda que hace un tiempo tuvo un hijo, entonces no pintó
más con los pibes. Se llama Martín. El otro día me dijo Maxi que volvió y está
con quilombos.
El asunto es
así. Este flaco, Martín, desapareció y todos creían que se había puesto serio,
con la señora y el crío. Pero resulta que se juntaba con unos que reventaban
galpones. Una vez se prendió en esa. Tenían un dato en Suárez. Eran cuatro: dos
profesionales iban a entrar, el tercero esperaba con una camioneta para cargar
y él, que era nuevo, se tenía que quedar de campana. Pero a último momento
arrugó y no fue. Los tipos lo hicieron igual: el de la camioneta se quedó
afuera y los dos que quedaban se mandaron. Uno iba calzado con un fierro y el
otro era el cerebro, el que organizaba. Entre los dos fueron forzando las
puertas, hasta que el organizador se descompuso y tuvo que ir al baño del depósito.
Se le salían los chinchulines. No había alternativa.”
-Uno nunca
sabe el día ni la hora- soltó Careperro.
Una señora
que iba sentada a un costado, del otro lado del pasillo, parecía incómoda. La asociación
del vino y la charla picaresca nos daría un aspecto indeseable. Me apenaba
amargarle el viaje, me hubiera gustado, de ser posible, reconvenir su
desconfianza, aunque también paladeaba las ínfulas de sentirme peligroso.
“Y cuando
iba al baño algo pasó. No hubo aviso, pero al rato vino la policía. El que lo
acompañaba se puso como loco, hasta le apuntó con el arma para obligarlo a
salir, pero se tuvo que escapar solo hasta la camioneta porque el tipo estaba
clavado en el inodoro, en el medio del asunto. Ahí lo agarraron. Tenía
antecedentes, así que fue preso. Durante cuatro años pensó que Martín era el botón, y por eso no fue esa noche. Y este Martín jura que es inocente,
que seguramente saltó la alarma. Pero no puede hacer nada, porque para un preso,
un informante de la policía y un cagón que se borra a último momento son la
misma mierda. Ahora, el preso va a salir.”
Rulo dio un
largo trago de vino y luego se quedó mirando por la ventana, jamás sabré si su
mutismo formaba parte todavía del final del relato, si ya lo había abandonado,
si el recuerdo ahora me engaña. Yo me sorprendía en el juego de la culpabilidad
inexorable de Martín: por delatar o por abandonar, lo mismo daba. Careperro
hizo un comentario sobre la escena pintoresca que se habrían encontrado los
policías, el ladrón entregado, evacuando como un civil cualquiera, los tobillos
esposados por su propio pantalón bajo.
El tren
seguía su camino. El temor de la señora de al lado se había fatigado, sus
cavilaciones ya responderían a otras causas. Mi atención, que había despreciado
el detalle del baño por burdo, se fue desplazando hacia ese hecho grotesco.
Tuve un paréntesis en el que busqué el instante de la captura, quise recomponer
el escenario deslustrado, la adrenalina del robo interrumpido. Derrotado por la
representación imposible, me perdí en la abstracción de cuatro años, cuatro
años atados a ese origen ya mítico. Cuatro recurrentes años condenados al instante del arresto.
En estas
cosas creo que pude haber pensado ese domingo, mientras la harina y el vino me
hervían las tripas en el tren a La Plata, y no en los puntos inverosímiles de la historia de Rulo.
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