La turba se
detuvo frente a la casa, a los pies de la escalera. El sol se ahogaba,
chisporroteando, en el borde último de la llanura, pero la estancia permanecía
a oscuras. Una mujer alta y huesuda salió a la galería.
– Hola Julia.
– Sergio.
– Tenemos
que pasar –se excusó Sergio.
– Luciano
está armado –advirtió la señora.
– Hay muchas
armas –contestó él, abstraído, señalando hacia atrás.
Del fondo de
la casa llegó un alboroto.
– Nadie va a
tener que pasar –pronosticó un viejo, y tosió satisfecho unas risas roncas y afónicas,
parecidas al ladrido de un perro.
En efecto, un
grupo de hombres apareció con otro, visiblemente joven, sujeto de pies y manos.
– Quieto, monstruo
–amenazó alguien.
La orden fue
eficaz. Mientras algunos hacían un gusano de los brazos y el torso del reo, envolviéndolos
en una soga interminable, la luz irreal de la luna iluminó miradas tristes.
A los
empujones, por la huella, la gente fue arrastrando al pueblo al arrestado.
Cuando los faroles dejaron de ser un vago resplandor, el criminal cambió quejas
y súplicas por lamentos penosos. Tanto, que alguien le puso un género en la
boca, y el muchacho ya no pudo más que gemir.
Así llegaron
a la plaza, donde el fogón, carpiendo, esperaba.
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