29/6/13

La aventura del placer


            Claudio todavía no había llegado, pero este momento expectante valía más quizás que las miradas cómplices, más que el disimulo fácil, que las manos furtivas bajo la mesa del comedor, la entrega lenta al disfrute clandestino, cigarrillo victorioso y chocolate, el té dulcísimo a las cuatro y media. Silvita ya se había bañado, había recibido la ropa limpia, había cerrado la puerta, la había vuelto a abrir todavía en toalla para cerciorarse de la soledad del pasillo, y vuelto a cerrar.
            Se sentó al borde de la cama y fue pasando la bombacha blanda entre las piernas, sin apuro, primero un pie, el otro, y después el encaje que iba acariciando las pantorrillas arriba, bordeaba las rodillas en un filo manso y de a poco la bombacha se iba armando con el volumen de los muslos bien hasta los cantos. (Claudio andaría por la calle, caminando, acomodándose el cuello del sobretodo, limpiándose el mechón de la frente.) Después caminó con las tetas sueltas alrededor de la cama y el algodón se fue tersando entre las piernas, alrededor de la cintura. Buscó el perfume en la mesa de luz y se roció un hombro, se levantó el pelo para recibir las gotitas frías en el cuello, otro hombro. (A esta hora ya estaría cerca, se habría detenido en algún banco a mirar la plaza llena de niños, mirándolos jugar, las manos en los bolsillos del sobretodo.) Dudó un segundo y después sí, una emulsión un poco más abajo, en el pecho. Aspiró el perfume mientras lo apresaba con el corpiño que le ceñía el busto. Ajustó los breteles bien firmes antes de ponerse la camisa escotada de lino fino.  Tocaron la puerta.
            -El almuerzo, Silvita.
            -Ya voy- Silvita no tenía tiempo de esconderse, pero nadie entró.
            Volvió a posarse en el colchón para ponerse el pantalón largo, pero cambió de idea y se enderezó para tomar aire y ajustarse la pollera negra, el cierre tenso de punta a punta. Las medias oscuras estaban frías cuando las desenrolló dentro de la pollera y se erizó.
            Salió por el pasillo hasta el comedor, ocupó su lugar al lado de la silla vacía en la que se sentaría Claudio. Como no llegaba, Silvita se fue desganando y empezó a comer con los demás, ausente, la idea fija. Hasta que llegó Claudio, se sentó como siempre sin sacarse el sobretodo, y por debajo de la mesa le fue pasando a Silvita los chocolates, los cigarrillos, el azúcar, y ella los iba poniendo apretados en las medias, en el elástico de la bombacha, en el corpiño. Claudio era el único que tenía las salidas permitidas dentro del geriátrico, y no se olvidaba de sus compañeros, achacados por las prohibiciones. Con el resto del grupo traficaba en el sillón de la sala de TV, en la mesa de ajedrez, en el parque.

2 comentarios:

F.G. dijo...

Muy bueno, Camel. Bien laburado el efecto. Me encantó. Los viejos me pueden.

PAR dijo...

Coincido en todo, Francis.