Julio
Argentino Torri estaba contra las cuerdas. Si no terminaba de escribir a tiempo
no iba a poder publicar. Mientras nada se le ocurría, pensaba en Fernando
Cabrera y una canción de él que decía “la calle Llupes raya al medio y
encuentra a Belvedere”, pero sus ideas no encontraban a Belvedere, deambulaban
como sonámbulos construyendo aporías. Pensaba en la base rítmica de un
ballenato, en la mirada de una foto de un dios cubano que colgaba de la pared
de su habitación, y se regocijaba en la creencia del inminente fracaso de sus
competidores. Confiaba en la pereza de Franco Gorelli y en la inoperancia cibernética
de Makel Joff (el afamado emprendedor austríaco). Pensó en escribir sobre la
problemática de publicar, pero le pareció que era demasiado chanta hacer eso.
Se le ocurrió una idea sobre los empalados, pero prefirió guardar ese material
para su exitosa página secreta. En eso su gato se subió al monitor y apoyó una pata
sobre el teclado y a Julio se le prendió la bombita de luz.
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