28/7/13

Imprevisto ferroviario

Qué depresión, pensó Osvaldo, parado en el andén: mitad de semana, mañana de lluvia, hora pico, medias mojadas, mochila pesada, y una larga espera por delante. En la fila, observó, lo precedían una señora alta y canosa que leía un libro, un gordo cincuentón que balbuceaba quejas contra el servicio, una chica pelirroja que apretaba las teclas de su teléfono, y un oficinista sin edad que miraba detenida y rigurosamente a la nada.
De manera instintiva se concentró en la pelirroja: sus movimientos eran ágiles, e irradiaba algo así como una energía especial. Su belleza era extraña y fascinante. En pocas y sencillas operaciones, Osvaldo calculó lo fácil que sería enamorarse de ella, si es que ya no lo estaba.
¿Cómo será?, se preguntó, dedicando los siguientes treinta minutos a divagar esporádicamente al respecto. Al fin, amenazando su statu quo, los ortoedros de hierro y acero se arrastraron lentamente hacia el interior de la terminal, y una vez inmovilizados, abrieron sus puertas y comenzaron a deglutir la multitud. Decidido a hacer por lo menos algo, Osvaldo se esforzó en terminar sentado frente a ella. Echando mano a una que otra descortesía, un trotecito corto y ridículo, y un roce algo violento con el empleado zombi, lo logró. Era una señal: tenía que hablarle.
Por lo pronto, el tren demoraba su partida, lo que le daba tiempo. Como dificultad adicional, ella solo parecía tener ojos para su teléfono. Interrumpirla y no quedar como un pesado era imposible. Mejor esperar el contacto visual. Mientras tanto, Osvaldo contempló por la ventana los faroles anaranjados de la estación, y se puso a ensayar. Hola, soy Osvaldo. No, eso no. Hola, sos muy linda, ¿cómo te llamás? Tampoco. Me parecés muy linda, te doy mi teléfono y si tenés ganas, me llamás, ¿dale? ¡Esa, campeón!
Osvaldo volvió los ojos chispeantes hacia la exótica pelirroja, pero la encontró como asustada, con la mirada fija en la pantalla del teléfono. Uh, qué pálida le habrán dado para que reaccione así, pensó Osvaldo, y a continuación lamentó su suerte: en ese contexto el rechazo era cantado. ¡La mala leche que tengo no tiene nombre!, insistió, mortificándose y exculpándose al mismo tiempo.
En eso estaba, cuando se dio cuenta de que la chica, como el tren, no se movía. Acercó su cara para verla mejor, y ella ni se inmutó. Le pasó una mano por enfrente de los ojos, y nada. Asustado, la tomó de los hombros, con delicadeza primero, y con fuerza después, zamarreándola un poco, pero nada de nada. Estaba inerte como una bolsa de papas…
(Horas más tarde, casi al atardecer, un empleado de la morgue escribiría un informe consignando que la causante, sindicada como Rosario Isabel Pérez, había fallecido entre las 07:30 y las 07:45 de muerte fisiológica instantánea, especie de muerte súbita adulta, siendo imposible determinar con precisión, en el estado actual de la ciencia, la causa del deceso.)
El gordo quejoso de la fila, que se había sentado al lado de la chica, advirtió la situación, miró a Osvaldo, desesperado, y se llevó el índice a los labios (¡silencio!), provocando, con todo, la reacción exactamente opuesta: Osvaldo pidió un médico a gritos. El galeno circunstancial tardó muy poco, pero ya no había nada que hacer.
De todas formas, tuvieron que esperar la llegada de la policía y la ambulancia. Algunos pasajeros del vagón fueron bajando al andén. La mayoría, sin embargo, permaneció en su lugar, cuidando su asiento o su espacio; muchos de ellos, con indignación multiplicada; otros, susurrando rezos melancólicos. Dos guardias se pusieron a comentar los detalles de un accidente fatal del día anterior. Un cafetero pasó discretamente ofreciendo su producto. Varios bebieron el oscuro brebaje, calmando un poco su angustia y ansiedad. Alguien dijo que solo faltaban los sangüichitos, y dos o tres personas rieron de manera contenida. Entretanto, acostado en un banco de la estación, con la nariz sangrando, Osvaldo se recuperaba del golpe producido por el súbito desmayo que poco antes lo había arrojado de boca al piso.

No hay comentarios: