3/8/13

La mala pata del gato

En su tumba, los huesos de Julio Argentino Torri se revolvieron, crujieron y rechinaron: Francisco Piña –el oportunista y prebendario crítico literario– lo había mencionado otra vez. Por supuesto, como siempre, para desprestigiarlo.
Es cierto que Julio Argentino –en vida– había obtenido algún que otro vino de una manera más o menos opinable, los huesos de Julio Argentino no ponían en duda eso –¡por lo que quedaba de su cabeza!, de ningún modo harían algo así, por algo había muerto de cirrosis, además–; pero de allí a permitir que se cazaran sus obras, se las retorciera, se las pusiera de pies a cabeza, y se les pintara un frac o un gran bonete, según cuadrara al caso, para que cada una de las grafías realizadas por su antigua existencia fueran un símbolo evidente de una rapiña implacable y artera en pos de la apropiación de la mayor cantidad de vinos posible, no, señores, ¡eso sí que no!
¡Hay límites –gritaron las cenizas, en coro–, tanto en la vida como en la muerte! No se puede pisotear a Memoria Triste así como así, esperando que nadie reaccione de alguna forma. Ah, la venganza, la venganza de la venganza, y la venganza de la venganza de la venganza; echaría muñón a la fórmula del anciano cacique Mekál Shoj, y las cosas pronto volverían a su lugar. Sobre todo –rió a carcajadas la media mandíbula con dos muelas que quedaba en el cajón– porque el salvaje Piña había cometido un craso y pueril error: a la obra gatuna –de dudosa autoría, es cierto– del Julio Argentino Torri vivo le había seguido, casi inmediatamente a continuación, y en estricta regla mensual, su abominable obra –pero sin ninguna duda suya– sobre un crimen terrible.
¡Je je ja!, Francisco Piña podía considerarlo una amenaza, si así lo deseaba. En ese caso intervendría el Tribunal de la Historia, y los huesos demacrados del viejo Torri beberían, otra vez, el uvado elixir de la victoria.

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