En su tumba, los huesos de Julio Argentino Torri se
revolvieron, crujieron y rechinaron: Francisco Piña –el oportunista y
prebendario crítico literario– lo había mencionado otra vez. Por supuesto, como
siempre, para desprestigiarlo.
Es cierto que Julio Argentino –en vida– había obtenido algún
que otro vino de una manera más o menos opinable, los huesos de Julio Argentino
no ponían en duda eso –¡por lo que quedaba de su cabeza!, de ningún modo harían
algo así, por algo había muerto de cirrosis, además–; pero de allí a permitir que
se cazaran sus obras, se las retorciera, se las pusiera de pies a cabeza, y se
les pintara un frac o un gran bonete, según cuadrara al caso, para que cada una
de las grafías realizadas por su antigua existencia fueran un símbolo evidente de
una rapiña implacable y artera en pos de la apropiación de la mayor cantidad de
vinos posible, no, señores, ¡eso sí que no!
¡Hay límites –gritaron las cenizas, en coro–, tanto en la
vida como en la muerte! No se puede pisotear a Memoria Triste así como así,
esperando que nadie reaccione de alguna forma. Ah, la venganza, la venganza de
la venganza, y la venganza de la venganza de la venganza; echaría muñón a la
fórmula del anciano cacique Mekál Shoj, y las cosas pronto volverían a su
lugar. Sobre todo –rió a carcajadas la media mandíbula con dos muelas que
quedaba en el cajón– porque el salvaje Piña había cometido un craso y pueril error:
a la obra gatuna –de dudosa autoría, es cierto– del Julio Argentino Torri vivo
le había seguido, casi inmediatamente a continuación, y en estricta regla
mensual, su abominable obra –pero sin ninguna duda suya– sobre un crimen
terrible.
¡Je je ja!, Francisco Piña podía considerarlo una amenaza, si
así lo deseaba. En ese caso intervendría el Tribunal de la Historia, y los
huesos demacrados del viejo Torri beberían, otra vez, el uvado elixir de la victoria.
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